Sunday, October 07, 2012

Cartas desde mi Celda (29)

Cartas desde mi Celda (29) « Cumbres Borrascosas

MISTERIOS DOLOROSOS DEL ROSARIO DE LA AURORA

Primer misterio- Compartíamos la celda, al principio, recordarán, Eduardo Lodeiro, Rufo Corbato y yo. La declaración de Rufo, estudiante de ingeniería, había traído consigo la caída de nuestra célula. Eso lo sabíamos –habíamos celebrado un careo con él en comisaria–; ignorábamos, en cambio, los extraños detalles que figuraban en su atestado: en realidad, Rufo hacía constar, estaba haciendo una especie de «trabajo de investigación» sobre la subversión en Ferrol. No menos chocante era que, según afirmaba y firmaba en su declaración (o más bien su «informe», adornado con todo lujo de detalles) ante la policía y el juez, cuando quiso alejarse del grupo, había recibido amenazas por parte de Lodeiro y mías… De todo ello (y de su  extraña «desaparición» del sumario), repito, se habla en el libro El proceso de los 23. Rufo, dueño de una mueblería, moriría en accidente de automóvil, años más tarde, en su Asturias natal…

Me extraña hoy que nos hubiesen asignado a los tres la misma celda. Se suponía que, con nosotros, podría Rufo correr algún tipo de riesgo… En aquel marzo del 72, sólo estaba claro que habíaconfesado. Puede que, precisamente con nosotros, estuviese más seguro que en ninguna otra parte, si,  como llegó a barajarse, se trataba de una infiltración, de las muchas que había…

 Nunca hablamos de aquello. Se daba por supuesto que «se había visto obligado por la fuerza». Nosotros, después de él, también habíamos acabado por cantar… ¿Para qué evocar momentos dolorosos? Tres amigos, tres compañeros, tres camaradas, compartieron la celda y hablaron de lo divino y de lo humano…; de todo, menos de una cuestión: a su salida de comisaría, ¿cómo es que no nos había advertido?

Misterio 2.- Si exceptuamos la muerte del hijo de Manuel Amor, de características completamente diferentes (el horror procedía de fuera y no de dentro), uno de los momentos para mí más duros de mis nueve meses –periodo de embarazo antes de ser parido por la madre de piedra– en la cárcel de La Coruña, fue éste que paso a relatarles:

Estaba ingresado en enfermería, y por tanto tenía acceso a su patio, que era el nuestro, un anciano profesor de gaita que había abusado sexualmente de unos alumnos suyos menores de edad. Se trataba, a buen seguro, de evitar la justicia carcelaria, habitualmente ejercida por los presos comunes contra pedófilos y violadores en general. Éstos le llamaban el  «Chupachups» y marcaban, hoscamente, las distancias; pero de ahí no parecía pasar la cosa. No se mascaba tensión en el ambiente.

El citado preso, con nuestra llegada, empezó a presentarse en territorio de la Comuna, donde, recuérdese, se hallaba la televisión. Saludaba, se sentaba atrás y luego se marchaba. Nunca hablaba con nadie.

Alguien, de pronto, planteó la cuestión: aquel hombre, aquel «monstruo», no podía estar allí. Nosotros éramos presos políticos, no violadores de niños: él tenía que marcharse… Un argumento irreprochable si no fuese porque el sujeto estaba allí cumpliendo su condena. ¿No era acaso una crueldad convertirnos en administradores de su castigo, infringiéndole semejante humillación, sin que hubiese mediado incidente alguno? ¿Sabíamos algo de su posible arrepentimiento? ¿No estaríamos haciendo recaer en él nuestra cólera sorda ante lo injusto de nuestra propia situación?

Otrosí, ¿hubiésemos nosotros sostenido lo mismo si hubiesen sido nuestros hijos quienes le hubiesen realizado una felación, en su pene cubierto de azúcar?

Creo recordar había sólo tres partidarios de la no expulsión y yo era uno de ellos. Se votó inmediatamente. Una comisión fue nombrada para que le comunicasen que debía abandonar al instante «nuestras» instalaciones.

No quise estar presente. Según relataron algunos testigos, el «hombre-monstruo» se limitó a bajar la cabeza. Se puso en pie y abandonó el lugar arrastrando los pies. No volvimos a verlo…

Estas cosas nunca se cuentan en las cartas…

El incidente, aún había de tener, para mí, una consecuencia. O puede que, ni siquiera tenga nada que ver y se trate del desahogo irracional de un preso ante su propia condición de tal, emprendiéndola a golpes (morales para el caso) con el primero que se ponga por delante, cuyo carácter –mi famosa «sensibilidad», nada masculina por hipótesis– se muestre favorable a este tipo de atropellos…

A los pocos días, por la mañana, al entrar en las duchas, que se hacían en común, un compañero, un camarada –no era de Ferrol– me corta el paso y dice, secamente: «Tú no puedes entrar aquí…»

Lo miré. Con lástima, lo juro. ¿Cómo se puede ser tan bestia? Crucé la puerta y tomé mi ducha mañanera. La cuestión murió allí. No hubo explicaciones posteriores. Es más, ese compañero siguió actuando como si nada hubiese sucedido. En último caso, él no me había ofendido, ¿no es verdad? ¿Acaso no me había dado cuenta de que estaba «bromeando»? Pero no bromeaba. Ni estaba defendiendo el trasero de nadie… Era, simplemente, alguien capaz de mostrarse despiadado, si llegase el momento… Su derrota, su fracaso, consistió en que no fue capaz de lastimarme. Ese tipo de individuos, creo firmemente, no pueden formar parte de la Izquierda.

Estos incidentes «malditos» tampoco nunca se cuentan en las cartas…

Muchos años después, como en tantas ocasiones, fue Rafael Pillado quien me mostró la cara oculta del suceso. Un funcionario había comunicado a la la “plana mayor” de la Comuna que el referido preso (“Chupachups”) pasaba puntual información de cuanto sucedía en nuestro colectivo a las “autoridades competentes”. Situar en este contexto su expulsión podría comprometer al funcionario- se la estaba jugando claramente, y había pedido confidencialidad-. Me alegré de saberlo. Pero volvió la angustia…¡Qué situaciones tan extremas, tan desgarradoras, se viven en las cárceles…!

(Publicado en DIARIO DE FERROL)

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