Oración – Jorge Debravo
¿Dónde pondré las carnes de esta angustia,
sus torcidas navajas,
mis dos brazos heridos,
mi corazón regándose sobre todos los mapas?
¿Dónde me acostaré que no me duela
el plomo de la última metralla?
¡Ah, no os matéis, hermanos, por la dicha,
ni por la libertad, ni por vosotros!
¡Os prohíbo mataros, con el derecho mío,
con la ley de mis ojos!
¿No veis que ni las manos, ni las casas,
ni la paz, ni los dioses,
podrán justificar una herida rajada
en la espalda de un hombre?
¿En qué cueva podréis arrebujar
los huesos de los muertos,
que no salgan de noche a endurecer
vuestros más largos huesos?
Os condenaré si echáis la muerte
a los mullidos pechos de la tierra.
¡Os condeno, malditos, con la condena mía,
con mi humana, humanísima condena!
¿En qué hueco echaréis las pupilas sangrantes
de las mujeres muertas
y las piernas molidas, malolientes,
cenicientas?
¿Cómo podréis vivir mirando a vuestro lado
las manos de los niños, torcidas bajo el cielo,
como gajos de carne
despegada a lo vivo de los cuerpos?
¡No habléis de Dios! ¡Hablad de tumbas,
de piedras y gusanos!
Agarrad un cuchillo de vergüenza
y despegaos el corazón humano.
¿Cómo podréis después sostener el amor,
cuando hayáis masticado vuestros huesos más hondos,
el horror os chorree por las mejillas
como un lento cortejo de leprosos
y un ojo más se os clave en la cara,
el negro ojo del odio?
Ah, no os matéis, por Dios, así, con esa roja
cuchilla de mil filos.
Despedazad la guerra con los dientes,
con un agudo corazón de niño.
No os matéis, por Dios. ¡Arrodillado
y todo acuchillado os lo suplico!