A pesar de la victoria de Iván Duque en las elecciones presidenciales de Colombia, no sería acertado pensar que Gustavo Petro ha sufrido una derrota. ¿Cuáles son los retos del nuevo presidente? ¿Cómo podría la oposición salir reforzada para las próximas elecciones?
Los resultados electorales en Colombia no han sorprendido a nadie y, finalmente, el candidato uribista, Iván Duque, se impuso al progresista y exalcalde de Bogotá, Gustavo Petro, al hacer valer un 54% de los votos, equivalentes a casi diez millones y medio de votos. Así, esta victoria del uribismo, secundado por los partidos tradicionales y la gran parte del establecimiento, muestran la capacidad de movilización de Álvaro Uribe y la cultura política conservadora que predomina en Colombia, sobre todo, entre los mayores de cuarenta años y la amplia dimensión rural del país.
Sin embargo, sería frívolo considerar el segundo puesto obtenido por Gustavo Petro como una derrota electoral. Haber conseguido más de ocho millones de apoyos y haberse impuesto en más de 300 municipios del país no es una cuestión baladí. Bogotá – un voto predominantemente urbano, y con una gran movilización del voto joven y estudiantil- o algunas partes del Caribe y casi todo el Pacífico se posicionaron con una alternativa de izquierdas de manera insólita en la historia democrática del país. Nunca antes la izquierda en Colombia, por cierto, uno de los países con la cultura política más conservadora del continente, el progresismo había obtenido un respaldo semejante.
Entonces, si el uribismo queda reforzado y el progresismo se erige como principal vector de la oposición -con Gustavo Petro en calidad de senador gracias al nuevo estatuto de la oposición aprobado en Colombia-, ¿quiénes son los perdedores al respecto? En primer lugar, y como se aprecia tras el resultado electoral en la primera vuelta presidencial, se encontraría el Partido Liberal. Un pírrico apoyo electoral a Humberto de la Calle, sumado a una lucha de intereses clientelares resultan, cuando menos, en una profunda crisis de identidad a uno de los partidos tradicionales de Colombia.
Otro perdedor a destacar, son las extintas FARC-EP. Si bien hace unos meses se refundaban en la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, su tránsito hacia la vida política ha estado plagado de errores de cálculo, y el escenario renovado para la izquierda colombiana que podía haber supuesto su entrada en política –como sucediera con la guerrilla M-19 hace casi tres décadas– ha terminado siendo más mito que realidad. Nunca supieron construir un espacio de izquierda renovada, y más bien todo lo contrario, han sido (auto)relegados a una posición tan marginal como minoritaria.
El gran perdedor ha sido Sergio Fajardo. Todo el aire nuevo, de confianza y cambio que dejaron consigo los más de cuatro millones obtenidos en la primera vuelta, se han ido desdibujando como resultado de una posición tan tibia como ambivalente –extensible a buena parte de la campaña electoral- y que le condujo a optar por el voto el blanco. Esto, aun cuando sus principales apoyos, como el exalcalde de Bogotá, Antanas Mockus, o la exsenadora Claudia López se posicionaron claramente en apoyar a Petro. Un apoyo que no solo casi duplicó los resultados de la primera vuelta, sino que en Bogotá le sitúan como principal fuerza política, por encima de Fajardo. Así, en un eventual escenario de creciente polaridad, muy posiblemente, si el proyecto de Colombia Humana sabe mantener el rédito político de ser la principal fuerza opositora, lo normal sería que Gustavo Petro u otra fuerza progresista volviera a intentar, con serias opciones, llegar a la presidencia de Colombia en 2022.
Y es que, conviene señalar que los ocho millones de apoyos a Gustavo Petro deben entenderse como un aviso al establecimiento colombiano. Es decir, ser uno de los países más desiguales y excluyentes del mundo, con más de ocho millones de desplazados y unos niveles exacerbados de concentración de la riqueza o propiedad de la tierra, a duras penas pueden soportar una gestión pública que siga sin asumir el problema de la violencia estructural que, desde hace un siglo, caracteriza al país. Dicho de otro modo, si estos cuatro años no son capaces de mejorar la infraestructura social en términos de inversión pública, reducción de la vulnerabilidad y fortalecimiento institucional del Estado, es muy posible pensar en que dentro de cuatro años sería válido cuando menos ofrecer serias opciones de victoria a la izquierda colombiana.
En cualquier caso, el presidente electo, Iván Duque, quien tomará posesión en el cargo presidencial el próximo 7 de agosto, tiene también ante sí la opción de evitar ese giro a la izquierda y mantener en el conservatismo inalterado al país. En primer lugar, cabe presumir un Gobierno que lo tendrá relativamente fácil en el Legislativo, pues las mayorías conservadoras, y que se han organizado en torno al uribismo, tienen una mayoría holgada en las Cámaras. Es decir, la oposición tendrá que aprovechar, primero, el escenario de elecciones municipales y departamentales que tendrá lugar a finales del próximo año y, después, tendrá que hacer el trabajo desde la movilización social. Una movilización social cuya experiencia nos ha dejado, a pesar de lo que pudiera pensarse, reducidas muestras de una exitosa acción colectiva.
Además de la sinergia entre Legislativo y el Ejecutivo, cabe esperar, más pronto que tarde, una reforma del poder judicial y del sistema tributario. El uribismo siempre ha sido amigo de reducir el tamaño del Estado en Colombia, a partir de la extensa privatización de derechos y la desregulación del mercado, de manera que esto no debiera sino profundizarse. Esto, posiblemente se acompañará de una reducción impositiva, lo cual precariza más a las clases más desfavorables y fomenta la inequidad, a partir de su gusto por la imposición indirecta y regresiva. El gran temor pasaría por si, finalmente, Iván Duque hace valer sus promesas electorales de politizar el nombramiento del Fiscal General o la simplificación de las Altas Cortes –Suprema, Constitucional y Consejo de Estado– en una sola. De igual forma, fortalecer la industria de la cultura y su “economía naranja”, modernizar la Administración Pública implementando nuevas tecnologías o invertir en infraestructura física –especialmente, carreteras que conecten la geografía del país– serán prioridades muy positivas y a poner en marcha por el nuevo Gobierno, de acuerdo con sus promesas electorales.
Una de las cuestiones más importantes, pero que pareciera que ha influido de una manera muy poco significativa en la configuración del voto en estos comicios, sería el tema de la paz y la superación de la violencia política existente en el país. En primer lugar, y aunque ayer mismo, Iván Duque señalaba categóricamente que “no haría trizas los Acuerdo de Paz”, nada invita a pensar en que, efectivamente, será así. No solo Álvaro Uribe y sus principales correligionarios políticos se han posicionado como encarnados enemigos del Acuerdo, sino que en campaña son incontables las referencias a redefinir el compromiso suscrito con las extintas FARC-EP, al menos, en lo que concierne a participación política, justicia transicional y narcotráfico. En otras palabras, posiblemente, los tres puntos (de cinco) más sensibles de la firma de la paz con esta guerrilla. Por extensión, cabría pensar en una interrupción fulminante de las negociaciones con la guerrilla del ELN, hacia quien Iván Duque ya ha dicho, como también lo ha hecho Álvaro Uribe, que primero vendrá la entrega de armas y después la negociación. En otras palabras: primero rendición y después ya se verá.
Lo anterior colocaría a la guerrilla del ELN en una compleja situación pues debería decidir entre obtener unos resultados precarios y de mínimos en cuanto a un eventual “ejercicio negociador”, o volver al activismo armado, con lo que eso representa. Iván Duque, ni mucho menos, invita a mantener una posición distante como la asumida por su predecesor en esta cuestión y así, en un eventual retorno a las hostilidades, los fantasmas de la Política de Seguridad Democrática volverían a acechar en Colombia como una seria amenaza.
Finalmente, en materia de política exterior, por ejemplo, se dará continuidad a la ola liberalizadora del comercio exterior colombiano y se fortalecerá la Alianza del Pacífico, aunque sería un error incurrir en desmontar el legado diplomático y de reposicionamiento que Juan Manuel Santos ha dejado, no solo en América Latina, sino también con Europa. Queda por ver, igualmente, cuáles van a ser las relaciones con el vecino venezolano. Todo invita a remembrar una versión 2.0 de las hostilidades Uribe–Chávez, si bien, con la particularidad de una Venezuela profundamente debilitada. Así, de nuevo, la región andina encuentra un “punto caliente” entre dos vecinos irreconciliables, cuyas peores consecuencias, en esta ocasión, pueden caer al vecino bolivariano. Además, hay que recordar que Nicolás Maduro fue amenazado por Iván Duque de ser denunciado ante la Corte Penal Internacional, tras haberse dirigido a aquél en términos de “dictador” y “genocida”.
Llegados a este punto, queda entender que quedan cuatro años por delante de deriva conservadora, en la que el uribismo buscará afianzarse, polarizando la realidad política y jugando con aquellos temas que tornan en centrífugo el sistema. A quien más puede beneficiar esa coyuntura puede ser a un progresismo que, lejos de ser derrotado, obtiene un importante respaldo que ha de saber administrar en el nivel local y desde la movilización social. En todo caso, lo anterior depende de los primeros gestos y pasos hacia los que se oriente la nueva presidencia de Iván Duque, sobre quien hasta el momento se torna en incertidumbre la respuesta al mayor de sus cuestionamientos. Es decir, si será la “marioneta” política de Álvaro Uribe o si, por el contrario, desde el inicio trazará líneas de distanciamiento. Muy posiblemente, a partir de ahí sea posible entender hacia dónde transitará Colombia en los próximos años.
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