La versión oficial reza más o menos así: la llegada de Lole y Manuel al flamenco supuso el último, más brusco y más fundamental estadio de la urbanización de los gitanos, pueblo anclado en viejas tradiciones cuya lenta evolución desesperaría a cualquier darwinista de bien. Dentro del pueblo gitano, por tanto, la electrificación y la ruptura de patrones supone una revolución y una poderosa transgresión mucho mayor que la que supuso tiempo antes para la ciudadanía castellana, cuya mutación desde la copla al pop era un desarrollo natural de la economía del ocio metropolitana, al parecer.
En su caso suponía la asunción de un riesgo doble y una re-erotización de una música a la que había que reencontrar en otros lugares, en otras luces y en otros ropajes. Como se puede ver en todas las esquelas que han ido apareciendo a su muerte, hay una cierta fascinación ante el héroe que logró romper con lo atávico; mérito doble. Hasta aquí la versión oficial.
Manuel Molina lo señalaba en vida, también Paco de Lucía en alguna ocasión: el flamenco es un carril, si te desvías un poco, estás fuera. Pero Manuel Molina, ateo y panteísta como era, cantaba también esto en 1976: “Señor, hoy vengo a pedirte un nuevo ruego / señor, líbrame de los muertos verticales / de los muertos parlantes / de aquellos que se mueven por inercia / dentro de un engranaje viejo y milenario”. Maldita manía de cultivar unos salvajes propios para diferenciarlos de los ajenos. Lole y Manuel apuntaban a una nueva luz, a un nuevo día: “Al amanecer, al amanecer”. Había optimismo: complicado llevar eso... y más en estos tiempos, como en aquellos. Eran los del Turronero cantando “Despiértate Andalucía” por bamberas, del Despegando de Morente, de La leyenda del tiempo de Camarón, del Poco ruido y mucho duende de Manzanita, Las Grecas, La Marelu. Nuevo día y Pasaje del agua ayudaron a señalar una zona. Parecía que la ley de la gravedad newtoniana iba a dejar de cumplirse, que el suelo había dejado de sujetar las suelas. Todo se suspendía.
Algo podía pasar: no pasó seguramente nada, pero se abrieron esos espacios: espacios donde eso que nos desune llamado “política” se puede plegar para dar paso a otra cosa, acaso una comunidad, ese pueblo que se deleita con un requiebro en el verso, con una curva en el camino, un golpe de tapa o una salida por donde nadie se la espera. Eso de lo que dialogaban Demófilo, su hijo Antonio y Agustín García Calvo.
Eran tiempos de muertos en vida, homines sapientes erectos y orgullosos de su sombra. En una tierra casi ontológicamente fascista, como ésta, se fusilaba, se agarrotaba y se metía un miedo que todavía opera. Aquella música concitaba a otros muertos no verticales, no esos muertos en vida de los que hablaba Manuel, y había que llamarlos y sentarlos a la mesa, la vida entera de Antonio Mairena. El flamenco y su doble o el flamenco y su miseria. No había transición o, como se dice ahora, maridaje: Lole y Manuel, Lole o Manuel. Que cada palo aguante su vela.
Manuel Molina es un clinamen en sí mismo, como músico y como poeta: ni hacia adelante ni hacia atrás, siempre de lado. Ya su propio nombre se antoja una resurrección del mítico seguiriyero jerezano, una suerte de nombre colectivo: algo que siempre amenaza con volver y que Undibé nos lo conceda. A diferencia de la ebriedad del desarrollo del sonido flamenco de los setenta en adelante, del interés por amalgamarse con otras músicas, otros aires e instrumentos, de incorporar el estudio de grabación al proceso, Lole y Manuel siempre supieron que, hicieran lo que hicieran, no necesitaban más que una voz y una guitarra para poner al mundo boca abajo. Todo lo demás, violines, bajos, cajones y demás, podía aparecer o no, pero había que mantener la estructura básica, dual, enrevesadamente sencilla y, ante todo, un compás firme en sus espacios, abiertos al silencio. A partir de ahí, podía pasar cualquier cosa. La bella figura de Manuel, acompañándose con el mástil de la guitarra apuntando al cielo, a punto de dispararlo y de tomarlo al asalto, conectado con algo que ya apenas conocemos, es una arriesgada elección y una apuesta clara por una incómoda cuneta que el maestro solía convertir en un hermoso lugar, incluso cuando Lole Montoya dejó de actuar a su lado. Dentro del universo flamenco, Manuel Molina nos enseña a mirar hacia otro lado, algo que no logra todo el mundo. En la época deguitar heroes como Paco de Lucía, Manolo Sanlúcar, Enrique de Melchor o los hermanos Habichuela, la apuesta de Manuel Molina, ir hacia otro lado, insistimos, abre una incómoda interrogación a estos músicos llamados flamencos: ¿cuál es la unidad mínima de información necesaria que ha de soportar una obra de arte?Disculpen, por favor, que hayamos dicho “arte”, pero hay veces que uno tiene que utilizar estas palabras.
Manuel Molina, junto a esa deidad cuyo nombre no queremos nombrar en vano, porque eso se termina pagando, han sido educadores emocionales de varias generaciones. Carlos Saura, que independientemente de lo que se piense de su cine, no es precisamente un imbécil, lo tuvo bien claro y congeló para el porvenir el encuentro de Berta Socuéllamos (Ángela) y Jose Antonio Valdelomar (Pablo) en un bar que no es más que esa cuneta en la que nos habitaba Manuel.
El Meca (Jesús Arias) echa una moneda en la máquina, elige una canción, se da la vuelta y sonríe con la complicidad de quien sabe que ha desencadenado una hermosa catástrofe, del que ha soltado a un espíritu hambriento por hacer de las suyas y con el firme propósito de no dejar a nadie indemne: el compás, cuerda y tapa, lo dice todo apenas callando mientras la voz de Lole ya nos ha rajado de arriba abajo nada más empezar a cantar. Y ya estamos ebrios, jodidos y enamorados hasta los tuétanos. La sonrisa de Manuel alumbraba esa hermosa derrota, derrota de derrotero: él sabía cómo desencadenar esa emoción (escuchen ustedes La calle del beso) y su bella estampa de juglar flamenco era la de un mago. Una y otra vez el rito. Y no hay otro lugar emocional que ése: el de ese bar de cuneta que es una herida y una trinchera. No todos pueden presumir de haberla abierto. Que nadie vaya a llorar: gracias, Maestro. ¡Salud y libertad!
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