Sunday, November 18, 2012

EL PROFESOR, por Ignacio Castro Rey

EL PROFESOR

La enseñanza, la brutalidad de la juventud, el envejecimiento y el cansancio. La putrefacción de las relaciones en la inercia, la desaparición –peor aún, la dimisión– de los padres. Y además, ¿cuál es la enfermedad de vivir cuando los seres humanos no padecen ningún mal en particular? Detachment: “Desapego”, malamente traducida como “El profesor”, es existencialmente antiespectacular. Nada de crímenes ni de sexo. Nada de gags e intrigas de poder, de malvados de pesadilla. Y sin embargo, El profesor de Tony Kaye (Londres, 1952), el mismo director de American History X, resulta seriamente perturbadora. De pocas películas como ésta habría que decir que es conveniente, si nos acercamos, tomar algunas precauciones.
Desde el comienzo uno se da cuenta de estar ante algo que nos va a retorcer en el asiento. Casi todas las preguntas urgentes que nos podamos hacer –sobre nuestra corrupción moral, sobre los hijos, sobre la juventud y la muerte, sobre la familia y la enseñanza, sobre la soledad y la aberración que es nuestro orden social– están en esos 100 minutos apretados.
Henry (Adrien Brody), el protagonista, lo siente casi todo, lo percibe casi todo. Su poder espectral sobre los demás –para empezar, sobre los chicos a los que da clase– consiste en una “receptividad ubicua” armada de palabras. También de una ironía calmada y temible. Según sus palabras, Henry carece casi totalmente de sentido del humor. A cambio, mira, escucha y habla desde la desprotección, desde la fortaleza que le da un oscuro pasado. Puede enseñarle algo a una juventud maltratada porque proviene de un de-samparo todavía mayor que el de ellos.
Eternamente suplente para controlar su sufrimiento y no comprometerse más de la cuenta, Henry Barthes es como Cristo, pero sin el emblema de ninguna Cruz nueva y separada, sin la voluntad de fundar nada. Por el contrario, lleva mucho tiempo refugiado en el nomadismo. El profesor, Hijo de una profundidad insondable, no tiene un Padre a quien preguntar ni de quien reclamarse. Por eso extiende una fraternidad sin señas, sin una identidad excluyente. Los jóvenes aprendices del delito que pueblan sus aulas se quedan un poco pasmados ante el sosiego de esa fuerza enigmática.
Desde la atalaya privilegiada de Henry –pocos han sufrido como él–, Detachment medita sin parar sobre la violencia del de-safecto. Para empezar en Él, de alguna manera elegido por el de-sarraigo. Detachment deriva también sobre otro tema en boga, lo que podríamos llamar el fascismo juvenil. Esta dureza de corazón, sin ninguna ideología, con o sin violencia directa, que constituye la reserva india de nuestra religión social. El profesor atraviesa esa furia juvenil -de baja intensidad en la culta Europa, no tanto en la ruda America- que comienza con una reserva insultante y enseguida lo cataloga todo, despreciando lo que sea lento, difícil, antiguo, sentimental.
Todo eso “apesta” para ellos. Casi todo, excepto la magia tranquila de un profesor suplente que practica la fuerza de la influencia, la de una percepción ubicua armada de palabras que ellos no han oído antes. El profesor es un canto al viejo poder de la inteligencia y del lenguaje en un mundo taladrado por la usura, por las prisas, por una espontaneidad obscena. Y también una alabanza de la tecnología punta del amor. Los mayores somos ciertamente patéticos, el origen del mal, pero todavía podríamos amar.
Triste sin descanso, violentamente humana, Detachment no se regodea sin embargo con el horror. Junto con el vendaval de vivir, la película de Tony Kaye recrea tres virtudes colaterales. La primera, una excelente factura formal, con una estructura narrativa tan difícil como su no-tema. La segunda virtud es una de las relaciones más hermosas entre hombre y mujer que hemos visto últimamente en el cine. La tercera es un impertinente llamamiento a compartir un mismo mundo bajo el dolor, una vida que es mortal en cada uno de sus segundos.

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