Su ecología y la nuestra |
por André Gorz (1974). Publicado en "Ecología y política", que reúne artículos entre 1973 y 1977 publicados en le Nouvel Observateur, le Sauvage y Lumière et Vie (Ed. El Viejo Topo, 1980).
La ecología, es cómo el sufragio universal y el descanso dominical: en un primer momento, todos los burgueses y todos los partidarios del orden os dicen que queréis su ruina, y el triunfo de la anarquía y el oscurantismo. Después, cuando las circunstancias y la presión popular se hacen irresistibles, os conceden lo que ayer os negaban y, fundamentalmente no cambia nada. La consideración de las exigencias ecológicas cuenta con muchos adversarios entre la patronal. Pero tiene ya bastantes partidarios entre empresarios y capitalistas, como para que su aceptación por parte de las potencias del dinero, se convierta en una seria probabilidad.
Entonces más vale, desde este momento, no jugar al escondite: la lucha ecológica no es un fin en sí, es una etapa. Puede crear dificultades al capitalismo y obligarle a cambiar; pero cuando, después de haber resistido durante mucho tiempo por las buenas y por las malas, finalmente ceda porque el impasse ecológico se haya convertido en ineluctable, integrará este inconveniente como ha integrado todos los demás.
Por eso es necesario de entrada plantear la cuestión francamente: ¿qué queremos? ¿Un capitalismo que se acomode a los inconvenientes ecológicos, o una revolución económica, social y cultural que suprima los inconvenientes del capitalismo y, por ello, instaure una nueva relación de los hombres con la colectividad, con su medio ambiente y con la naturaleza? ¿Reforma o revolución?
Ante todo no respondáis que esta cuestión es secundaria y que lo importante es no ensuciar el planeta hasta el extremo de hacerle inhabitable. Por tanto la supervivencia tampoco es un fin en sí: ¿vale la pena sobrevivir en “un mundo transformado en hospital planetario, en escuela planetaria, en prisión planetaria y en el que la tarea principal de los ingenieros del espíritu será fabricar hombres adaptados a esta condición”? (Illich).
Si dudáis de la bondad del mundo que los tecnócratas del orden establecido nos preparan, leed el dossier sobre las nuevas técnicas de “lavado de cerebro” en Alemania y Estados Unidos: después de los psiquiatras y los psicocirujanos americanos, investigadores agregados a la clínica psiquiátrica de la universidad de Hamburgo exploran, bajo la dirección de los profesores Gross y Svah, métodos limpios para amputar a los individuos la agresividad que les impide soportar tranquilamente las mayores frustraciones: las que les impone el régimen penitenciario, así como el trabajo en cadena, el asentamiento en ciudades superpobladas, la escuela, la oficina y el ejército.
Es mejor intentar definir desde un principio, por qué se lucha y no solamente contra qué. Es mejor intentar prever como afectarán y cambiarán al capitalismo las exigencias ecológicas, que creer que éstas provocarán su desaparición sin más. Pero ante todo, ¿qué es en términos económicos, una exigencia ecológica? Tomad por ejemplo los gigantescos complejos químicos del valle del Rhin, en Ludwigshafen (Basf), en Leverkusen (Bayer) o en Rotterdam (Akzo). Cada complejo combina los siguientes factores:
En la economía capitalista, la combinación de estos factores en el seno de los procesos de producción, tiene como objetivo dominante el máximo de beneficio posible (lo que para una empresa preocupada de su futuro significa también: el máximo de potencia, y por tanto de inversiones y de presencias en el mercado mundial. La búsqueda de este objetivo repercute profundamente sobre la forma en que los diferentes factores son combinados y sobre la importancia relativa concedida a cada uno de ellos.
La empresa, por ejemplo no se pregunta nunca como hacer que el trabajo sea más agradable, para que la fábrica respete mejor los equilibrios naturales y el espacio de vida de la gente, para que sus productos sirvan a los fines que se lijan las comunidades humanas. La empresa se pregunta solamente cómo hacer para producir el máximo de valores mercantiles con el menor costo monetario. Y a esta última pregunta responde: “Tengo que privilegiar el perfecto funcionamiento de las máquinas, que son escasas y caras, antes que la salud física y psíquica de los trabajadores que son rápidamente sustituibles a bajo precio. Tengo que privilegiar los bajos costos antes que los equilibrios ecológicos cuya destrucción no correrá a mi cargo. Tengo que producir lo que puede venderse caro, aunque cosas menos costosas pudiesen ser más útiles”. Todo lleva el sello de estas exigencias capitalistas: la naturaleza de los productos, la tecnología de producción, las condiciones de trabajo, la estructura y la dimensión de las empresas...
Pero sucede que, especialmente en el valle del Rhin, el asentamiento humano, la contaminación del aire y del agua han alcanzado un grado tal que la industria química, para continuar creciendo o incluso solamente funcionando, se ve obligada a filtrar sus humos y sus afluentes, es decir a reproducir condiciones y recursos que, hasta ahora eran considerados como “naturales” y gratuitos. Esta necesidad de reproducir el medio ambiente va a tener repercusiones evidentes: hay que invertir en la descontaminación, y por tanto aumentar la masa de capitales inmovilizados; a continuación es necesario asegurar la amortización (la reproducción) de las instalaciones de depuración; y el producto de estas (la limpieza relativa del aire y del agua) no puede ser vendido con beneficio.
En suma, hay un aumento simultáneo del peso del capital invertido (de la “composición orgánica”), del coste de reproducción de éste y de los costos de producción, sin un aumento correspondiente de las ventas. En consecuencia, una de dos: o bien baja la tasa de ganancia, o bien aumenta el precio de los productos. La empresa evidentemente intentará elevar sus precios de venta. Pero no lo conseguirá fácilmente: las otras empresas contaminantes (cementeras, metalurgia, siderurgia, etc.) intentarán también hacer pagar más caros sus productos al consumidor final. La consideración de las exigencias ecológicas tendrá finalmente esta consecuencia: los precios tenderán a aumentar más rápidamente que los salarios reales, el poder adquisitivo popular será por tanto comprimido y todo sucederá como si el coste de la descontaminación fuese descontado de los recursos de que dispone la gente para comprar mercancías. La producción de estas tenderá a estancarse o a bajar; las tendencias a la recesión o a la crisis se verán agravadas. Y este retroceso del crecimiento y de la producción que, en otro sistema, habría podido ser un bien (menos coches, menos ruido, más aire, jornadas laborales más cortas, etc.), tendrá efectos enteramente negativos: las producciones contaminantes se convertirán en bienes de lujo, inaccesibles para la mayoría, sin dejar de estar al alcance de los privilegiados; se ahondarán las desigualdades; los pobres serán relativamente más pobres, y los ricos más ricos.
La consideración de los costos ecológicos tendrá, en suma, los mismos efectos sociales y económicos que la crisis del petróleo. Y el capitalismo, lejos de sucumbir en la crisis, la administrará como ha hecho siempre: grupos financieros bien situados aprovecharán las dificultades de los grupos rivales para absorberlos a bajo precio y extender su influencia económica. El poder central reforzará su control sobre la sociedad: los tecnócratas calcularán las normas “óptimas” de descontaminación y de producción, dictarán reglamentaciones, extenderán los dominios de “vida programada” y el campo de actividad de los aparatos represivos. Se desviará la cólera popular, a través de mitos compensatorios, contra cómodas víctimas propiciatorias (las minorías étnicas o raciales, por ejemplo, los “melenudos”, los jóvenes...) y el Estado asentará su poder en la potencia de sus aparatos: burocracia, policía, ejército y milicias llenarán el vacío dejado por el descrédito de la política de partido y la desaparición de los partidos políticos. Basta con mirar alrededor, para percibir por todas partes los signos de semejante degeneración.
Os preguntaréis si esto puede evitarse. Sin duda. Pero es así exactamente como pueden ocurrir las cosas si el capitalismo es obligado a tomar en consideración los costos ecológicos sin que un ataque político, lanzado a todos los niveles, le arranque el dominio de las operaciones y le imponga un proyecto de sociedad y de civilización completamente diferente. Porque los partidarios del crecimiento tienen razón en una cosa al menos: en el marco de la actual sociedad y del actual modelo de consumo, basados en la desigualdad, el privilegio y la búsqueda del beneficio, el no-crecimiento o el crecimiento negativo pueden significar solamente estancamiento, paro, y aumento de la distancia que separa a ricos y pobres. En el marco del actual modo de producción, no es posible limitar o bloquear el crecimiento repartiendo más equitativamente los bienes disponibles.
En efecto, es la misma naturaleza de estos bienes la que con más frecuencia prohíbe su equitativa distribución: ¿cómo repartir “equitativamente”' los viajes en Concorde, los Citroen DS o SM, los apartamentos en el ático de rascacielos con piscina, los mil productos nuevos, escasos por definición, que la industria lanza cada año para desvalorizar los modelos antiguos y reproducir la desigualdad y la jerarquía social? ¿Cómo repartir “equitativamente”, los títulos universitarios, los puestos de encargado, de ingeniero jefe o de catedrático?
¿Cómo no ver que el resorte principal del crecimiento reside en este puso adelante generalizado que estimula una desigualdad mantenida deliberadamente: en eso que Ivan Illich llama “la modernización de la pobreza”? Desde que la mayoría puede acceder a lo que hasta entonces era el privilegio de una minoría, ese privilegio (el bachillerato, el coche, el televisor) se desvaloriza, el umbral de la pobreza se eleva un punto, son creados nuevos privilegios de los que la mayoría esta excluida. Recreando sin cesar la escasez, para recrear la desigualdad y la jerarquía, la sociedad engendra más necesidades insatisfechas de las que colma “la tasa de crecimiento de la frustración excede ampliamente a la de producción” (Illich). Mientras se discuta en los límites de esta civilización de la desigualdad, el crecimiento aparecerá ante la mayoría de la gente como la promesa -sin embargo enteramente ilusoria- de que un día dejarán de ser “subprivilegiados”, y el no-crecimiento como su condena a la mediocridad sin esperanza. Así, no es tanto al crecimiento a lo que hay que atacar, sino a la mistificación que mantiene, a la dinámica de necesidades crecientes y siempre frustradas sobre la que reposa, a la competitividad que organiza, incitando a alzarse a cada individuo “por encima” de los demás. La divisa de esta sociedad podría ser: Lo que es bueno para todos no vale nada. Sólo serás respetable si eres “mejor” que los demás.
Comencemos por el primer punto. En 1962, el 10% más rico de la población francesa tenía una renta setenta y seis veces (¡76 veces!) más elevada que el 10% más pobre. A título de comparación, este coeficiente de desigualdad era de 10 para Checoslovaquia, de 15 para Gran Bretaña, de 20,5 para Alemania y de 29 para los Estados Unidos. Diez años más tarde la producción industrial francesa se había duplicado; sin embargo el coeficiente de desigualdad se había mantenido prácticamente constante en Francia, y seguía siendo 29 en los Estados Unidos. Aún más: en Francia como en los Estados Unidos, la mayor parte (más de la mitad) de los bienes y servicios era y es producido para el 20% más acomodado de la población. Dicho de otra manera, el privilegio de los ricos y la pobreza de los pobres han permanecido inalterables.
Ya sé que surgirán las objeciones de que: “los pobres viven mejor que hace diez años” “Consumen más, luego son menos pobres”. Error, doble error. Pues:
1. Consumir más, es decir, disponer de una mayor cantidad de bienes, no significa necesariamente una mejora. Esto puede significar simplemente, que desde ahora haya que pagar lo que antes era gratuito, o que haya que gastar mucho más (en moneda constante) para compensar la degradación general del medio de vida. ¿Los ciudadanos viven mejor porque consumen una cantidad creciente de transportes, individuales y colectivos, para ir y venir entre su lugar de trabajo y su ciudad-dormitorio cada vez más lejana? ¿Viven mejor porque cada cinco o seis años reemplacen las sábanas que antiguamente duraban más de una generación? ¿O porque en lugar de beber un agua del grifo repugnante, compren cada vez más un agua llamada mineral? ¿Viven mejor porque consumen más combustible para calentar viviendas cada vez peor aisladas? ¿Son menos pobres porque han reemplazado la asistencia al café de la esquina y al cine del barrio -los dos en vías de desaparición- por la compra de un televisor y de un coche que les ofrecen evasiones imaginarias y solitarias fuera de su desierto de hormigón?
Hace mucho tiempo que economistas como Ezra Mishan (desconocido en Francia) han establecido que, hay que tener en cuenta las destrucciones que entraña el crecimiento (perjuicios, poluciones, descomposición de las relaciones interhumanas), “el crecimiento significa cada vez más una degradación y no una mejora”; “su costo es superior a las ventajas que de él se obtienen” (Attali y Guillaume). O como escribe Illich, “los drogadictos del crecimiento están dispuestos a pagar más caro por disfrutar menos”. La difusión masiva de vehículos rápidos ha tenido por efecto el acrecentar las distancias más rápidamente aún que la velocidad vehicular, de obligar a todo el mundo a consagrar más tiempo, dinero, espacio y energía a la circulación. “Es la gran batalla entre la industria de la velocidad y las otras para saber quién va a despojar al hombre de la parte de humanidad que le queda”. “No se puede atribuir al crecimiento del consumo la finalidad de incrementar el bienestar de la colectividad. Los alegatos en favor de un crecimiento reorientado no son admisibles a menos que se trate de una reorientación radical” (Attali y Guillaume).
2. Ya sé: los electrodomésticos se han “democratizado”, ya no son como hace cuarenta años, el privilegio de una élite. Y lo mismo se puede decir del consumo de carne, conservas, coches, vacaciones.... ¿Significa esto que los obreros, por ejemplo, sean menos pobres? Plantead la pregunta a obreros viejos. Os dirán que en 1936, con una quincena de salario, marido y mujer podían ir de vacaciones en bicicleta, comer y dormir en un hotel durante dos semanas y que aún les quedase dinero a la vuelta. Hoy para ganarse unas vacaciones en hotel y en coche, el hombre y la mujer deben trabajar y ahorrar, no hay tiempo para cocinar y comprar, son necesarios el frigorífico, las conservas, y horas suplementarias para pagar todo eso. ¿Es eso vivir mejor? ¿Es eso la “calidad de vida” aportada por los electrodomésticos?
Respuesta de una lectora de France Nouvelle: “En primer lugar, todo es una cuestión de ocio, de tiempo de vivir... Luchemos por la jornada laboral de cinco o seis horas y los electrodomésticos podrán ser llevados al museo. ¿Qué es una colada de cuatro personas cuando se regresa a casa a las cuatro de la tarde? ¿Qué son ocho platos y ocho cubiertos, cuando en una familia cada uno se friega lo suyo?”.
Sin embargo, se dirá, el hecho de que hoy los obreros posean “bienes de confort”, reservados antiguamente a los burgueses, les hace menos pobres, Pero cuidado: ¿menos pobres que quién? ¿Que los indios o los argelinos pobres? ¿Que los obreros de hace cincuenta años? La comparación es completamente abstracta, Pues la pobreza no es un dato objetivo y mesurable (a diferencia de la miseria y la subalimentación): es una diferencia, una desigualdad, una imposibilidad de acceder a lo que la sociedad define como “bien” y “bueno”, una exclusión del modo de vida dominante; y este modo de vida dominante nunca es el de la mayoría, sino el del 20% más acomodado de la población, que se caracteriza por sus consumos privilegiados y ostentosos. En una sociedad en donde todo el mundo fuese pobre, nadie lo sería. Lo que define a los pobres, es un ser-menos con relación a una norma sociocultural que orienta y estimula los deseos.
En Perú es pobre el que no tiene zapatos, en China el que no tiene una bicicleta, en Francia el que no puede comprar un coche. En los años treinta se era pobre cuando no se podía comprar una radio; en los años sesenta se era pobre cuando uno debía privarse del televisor; en los años setenta se es pobre cuando no se tiene televisor en color, etc. Como dice Illich, “la pobreza se moderniza: su umbral monetario se eleva porque nuevos productos industriales son presentados como bienes de primera necesidad, permaneciendo fuera del alcance de la mayoría”. La masa “paga más caro un ser-menos creciente”.
Ahora bien, es precisamente lo contrario lo que hay que afirmar para romper con la ideología del crecimiento: Sólo es digno de ti lo que es bueno para todos. Sólo merece ser producido lo que ni privilegia ni rebaja a nadie. Podemos ser más felices con menos opulencia, porque en una sociedad sin privilegios no hay pobres.
Tratar de imaginaros una sociedad basada en estos criterios. La producción de tejidos prácticamente indesgastables, de zapatos que duran años, de máquinas fáciles de reparar y capaces de funcionar durante un siglo, todo eso está, en este momento, al alcance de la técnica y de la ciencia -así como la multiplicación de instalaciones y de servicios colectivos (de transporte, de lavandería, etc.) ahorrando la adquisición de máquinas costosas, frágiles y devoradoras de energía. Suponed en cada edificio colectivo dos o tres salas de televisión (una por cadena); una sala de juegos para niños; un taller de reparaciones bien equipado; una lavandería con secciones de secado y plancha: ¿todavía tendríais necesidad de todos vuestros equipamientos individuales, iríais a los embotellamientos de carretera si hay transportes colectivos cómodos hacia los lugares de descanso, aparcamientos de bicicletas y ciclomotores abundantes, y una densa red de transportes colectivos para los barrios periféricos y las otras ciudades? Imaginad que la gran industria, centralmente planificada, se limita a producir lo necesario: cuatro o cinco modelos de zapatos y trajes duraderos, tres modelos de coches fuertes y transformables, además de todo lo necesario para los equipamientos y servicios colectivos. ¿Es imposible en una economía de mercado? Sí. ¿Supondría el paro masivo? No: la semana de veinte horas, a condición de cambiar el sistema. ¿Supondría la uniformidad y la mediocridad? No, porque imaginad esto: Cada barrio, cada municipio dispone de talleres abiertos día y noche, equipados con gamas tan completas como sea posible de herramientas y de máquinas, en los que los habitantes, individualmente, colectivamente o en grupos, producirán por sí mismos, al margen del mercado, lo superfluo, según sus gustos y deseos. Como sólo trabajarán veinte horas a la semana (y puede que menos) para producir lo necesario, los adultos tendrán todo el tiempo de aprender lo que los niños aprenderán por su parte en la escuela primaria: trabajo del tejido, del cuero, de la madera, de la piedra, del metal; electricidad, mecánica, cerámica, agricultura...
¿Es una utopía? Puede ser un programa. Porque esta “utopía” corresponde a la forma más avanzada y no a la más frustrada, de socialismo: a una sociedad sin burocracia, en la que se va extinguiendo el mercado, en la que hay bastante para todos y en la que la gente es individual y colectivamente libre de modelar su vida, de elegir lo qué quiere hacer y de tener más de lo necesario: una sociedad en la que “el libre desarrollo de todos sería a la vez el objetivo y la condición del libre desarrollo de cada uno”. Marx dixit.
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