Soy del sur y empieza a preocuparme ser europeo de segunda. Llevado por una incipiente sensación de apestado comunitario, me da por mirar hacia mi entorno eurosureño con un afán crítico, por si hubiera algo cultural incorporado a nuestra rebajada identidad que nos diferencie del norte sin remedio. Y veo, no con sorpresa, que en los países del sur de la Unión Europea hay una especie de estructura común, antigua y muy extendida. Somos lo que venimos siendo desde hace mucho tiempo y merced a muchos tópicos demasiado bien fundados en la ineptitud, la malevolencia y el rencor.
Veamos. La catarata de impactos mediáticos de los últimos tiempos arroja realidades como estas: descubrimos que Chipre, invisible hasta ahora, era un paraíso fiscal, gobernado por políticos incompetentes y/o dañinos. Que Grecia poseía una hipertrofia administrativa, una astronómica evasión de capitales, un descontrol de gastos e impuestos, más unos políticos incompetentes y/o dañinos. Que en Italia a la vista está el populismo y la mezquindad de sus políticos incompetentes y/o dañinos. Que en Portugal una pésima gestión de su economía ha propiciado su quiebra. Que la misteriosa Malta ha sido rescatada con sigilo. Que España ha despertado sabiéndose corrupta por todas partes, con variantes regionales: despilfarro a la valenciana, torpeza permanente a la catalana, cinismo cerril a la madrileña, afanamiento a la andaluza, etcétera.
Esto del sur es una cuestión de hemisferios, obviamente, y de clima. El norte es frío y allí se sale menos de casa, quizá por eso hay una mayor cultura del pensamiento. El sur es cálido y aquí se sale mucho de casa, quizá por eso la cultura es más sensorial. La división —simplificando, lo sé, pero necesaria—, acaba siendo reflexión versus pulsionalidad. Lo malo del sur, entonces, es que somos primarios, sensitivos, físicos y carnales. Esto, tanto los feos como los guapos.
¿El sur tiene entonces un mal intrínseco? No lo sé, juzguen ustedes. Hay en el sur un analfabetismo cultural muy superior al del norte. Una conciencia colectiva de que es mejor mirar que leer, mejor esperar que actuar. Un desprecio a todo lo que se ignora, un prejuicio permanente hacia lo extraño. El número de bibliotecas, por ejemplo, comparado con el norte, siempre ha sido ridículo; la inversión en formación y cultura ha sido, y es, inexistente; los listones de exigencia formativa son muy bajos; los planes educativos se suceden cambiantes, confusos, partidistas y sectarios; no hay ningún estímulo al intelecto, y en cambio existe una sacralización banal del esfuerzo físico o de su contrario, el sedentarismo (amparados en el clima) y el sesteo.
Y no olvidemos la influencia nefasta de las iglesias, la católica y la ortodoxa. En los países del sur, la Iglesia ha subvertido el sentido de justicia y solidaridad por el de caridad, ha adormecido las mentes, inculcado el miedo y el castigo y ha creado conciencias anuladas, hipnotizadas. No es poca la influencia negativa que la religión ha tenido en el sur, históricamente, en cuestiones de injusticia social y división de clases.Lo malo del sur es que siempre ha creído que el norte es tonto. Por eso ha fomentado con benevolencia y humor una cultura de la picaresca para todo. Picaresca en el comercio, en las transacciones; picaresca en la chapuza, en la falta de rigor, en la falta de accountability, de “rendimiento de cuentas”. Una picaresca que muta con mucha facilidad en sangre caliente, en orgullo herido, en venganza. Por eso disfrutamos de un cainismo político extremo.
Tampoco hay que obviar el hecho de que el sur haya pasado por épocas de largas dictaduras, a veces coincidentes. Las dictaduras generan hipernacionalismo, grandes corporativismos funcionariales en las instituciones y un enorme culto al procedimiento burocrático, que lo paraliza todo. De esa herencia todavía se resienten los países del sur.
Más, en fin, una clase política que se ha ido anquilosando, salvo contadas excepciones, en una democracia formalista, de partidos que ya han perdido una gran parte de su credibilidad para gobernar. No convencen de su limpieza y transparencia, y cada vez más se demuestra judicialmente —o sea, a la fuerza— la connivencia de muchos políticos con un universo de estafas, concesiones, beneficios torticeros a empresas, abusos y expolios de la hacienda pública. El clientelismo como subsistema social.
En consecuencia, de todos estos males procede la imagen del sur como ámbito poco de fiar. Y como sureño que soy he de reconocer que con razón. Ahora que las cosas van tan mal por aquí y que el norte tensa la cuerda exigente de una asociación económica mal pactada —sin unión política, ay—, toca hacer autocrítica sobre quiénes somos, cómo somos y qué deriva llevamos.
Analicemos nuestra condición sureña sin la autocompasión ni el autoengaño de la pluralidad étnico-folclórica (menos toros y procesiones y más ciencia, por favor), y empecemos por nombrar a los verdaderos responsables de esta situación. Tal vez descubramos que aquí nadie está libre de culpa, que somos todos un mismo sur. Pero el sur no se siente sur. Siempre hay un sur más abajo al que satanizar y sobre el que auparse, un sur del sur.
Adolfo García Ortega es escritor.
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