Parece como si la silla le viniera pequeña y el salón grande. Se trata de uno de los desajustes de la grabación del discurso de Nochebuena del Rey. Tiene uno la costumbre de verlo como tiene la costumbre de ver la película anual de Woody Allen, que no siempre es buena, aunque en todas se aprecia su sello. De buen conformar como somos, siempre salimos del cine agradecidos. Este año, a la hora acostumbrada, interrumpimos los preparativos de la cena familiar, mandamos callar a los niños y nos sentamos frente a la tele para apreciar las virtudes del nuevo capítulo de una serie con la que nos hemos hecho mayores y cuyo argumento –lineal e inane– seguimos sin problemas.
Nos extrañó de entrada el cambio de escenario. El discurso no se grababa ya en un rincón amable de la vivienda del Monarca, sino en una estancia gigantesca y hostil del Palacio Real, con una bandera de España que, aunque mimetizada con el medio, se la veía agonizar a la derecha de la imagen. Los cortinones de atrezo y la abundancia agobiante de dorados habrían quedado bien para la puesta de largo de una pija, pero no para hablar a los españoles desde la compasión que merecemos como víctimas de la corrupción y de la estafa continuada a la que llamamos crisis. Quiere uno pensar que andaban Felipe VI y su equipo de grabación buscando un lugar recoleto, cuando se perdieron por aquellas escaleras inhumanas y al llegar al Salón del Trono tiraron la toalla y dijeron: aquí. Fue una suerte porque, fascinados por la decoración interior, no atendimos a lo que dijo. Y no dijo nada. El salón era el mensaje.
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