El misterio de ISIS
por Anónimo
270 pp. $16.95
Nueva York, Regan Arts, 2015
Nueva York, Ecco/HarperCollins, 2015
416 pp. $27.99
El autor tiene una amplia experiencia en Oriente Próximo y ha sido un alto funcionario de un país de la OTAN. Respetamos los motivos del autor para mantener su anonimato.
Ahmad Fadhil tenía dieciocho años cuando murió su padre en 1984. Las fotografías sugieren que era relativamente bajito, regordete y llevaba unas grandes gafas. No era un estudiante especialmente malo –tuvo un notable de media en el instituto–, pero decidió dejar las clases. Había trabajo en las fábricas de confección y de piel en su ciudad natal de Zarqa (Jordania), pero él prefirió trabajar en una tienda de vídeos y ganó el dinero suficiente para poder pagarse algunos tatuajes. También bebía alcohol, consumía drogas y tenía sus más y sus menos con la policía. Su madre lo mandó por ello a una clase islámica de autoayuda. Esto le hizo sentar cabeza y lo situó en una senda diferente. Cuando Ahmad Fadhil murió en 2006 había puesto los cimientos de un Estado islámico independiente de ocho millones de personas que controlaba un territorio más extenso que la propia Jordania.
El ascenso de Ahmad Fadhil –o, como sería conocido más tarde en la yihad, Abu Musab al-Zarqawi– y el Estado Islámico de Irak y Siria (ISIS, por sus siglas en inglés), el movimiento del cual él fue el fundador, resulta casi inexplicable. El año 2003, en el que empezó sus operaciones en Irak, parecía para muchos parte de una época prosaica y nada heroica de nuevas empresas nacidas al calor de Internet y un sistema de comercio global en lenta expansión. A pesar de la invasión de Irak de aquel año, comandada por Estados Unidos, las fronteras de Siria e Irak se mantuvieron estables. El secular nacionalismo árabe parecía haber triunfado sobre las fuerzas más antiguas de la tribu y la religión. Diferentes comunidades religiosas –yazidíes, chabaquíes, cristianos, kakais, chiíes y suníes– seguían viviendo unas al lado de otras, como habían venido haciendo desde hacía un milenio o más. Los iraquíes y los sirios contaban con mejores ingresos, educación, sistemas sanitarios e infraestructuras, así como con un futuro aparentemente más halagüeño, que la mayoría de los ciudadanos del mundo en desarrollo. ¿Quién podría haber imaginado entonces que un movimiento fundado por un hombre de una tienda de vídeos en la Jordania provinciana arrancaría un tercio del territorio de Siria e Irak, haría añicos todas estas instituciones históricas y –tras derrotar a una combinación de ejércitos de una docena de los países más ricos de la tierra– crearía un miniimperio?
La historia es relativamente fácil de contar, pero mucho más difícil de comprender. Comienza en 1989, cuando Zarqawi, inspirado por su clase islámica de autoayuda, viajó de Jordania a Afganistan para «hacer la yihad». En el curso de la siguiente década luchó en la guerra civil afgana, organizó ataques terroristas en Jordania, pasó varios años en una cárcel jordana y regresó –con ayuda de al-Qaeda– para organizar un campo de entrenamiento en Herat, al oeste de Afganistán. Fue expulsado de Afganistán por la invasión de 2001 encabezada por Estados Unidos, pero volvió a las andadas gracias al apoyo del Gobierno iraní. Más tarde, en 2003 –con la ayuda de los partidarios de Saddam–, organizó una red de insurgencia en Irak. Al elegir como sus blancos predilectos los chiíes y sus lugares más sagrados, pudo convertir una insurgencia contra las tropas estadounidenses en una guerra civil entre chiíes y suníes.
En la actualidad, treinta países, entre los que se hallan Nigeria, Libia y las Filipinas, tienen grupos que afirman formar parte del movimiento
Zarqawi mruió en un ataque aéreo estadounidense en 2006. Pero su movimiento sobrevivió de forma harto improbable a la fuerza aniquiladora del despliegue de las tropas estadounidenses: ciento setenta mil soldados con un coste anual de cien mil millones de dólares anuales. En 2011, después de la retirada estadounidense, el nuevo líder, Abu Bakr al-Baghdadi, inició la expansión hacia el interior de Siria y restableció la presencia en el noroeste de Irak. En junio de 2014, el movimiento tomó Mosul –la segunda ciudad más grande de Irak– y en mayo de 2015 la ciudad iraquí de Ramadi y la ciudad siria de Palmira, mientras que sus aliados se hicieron con el aeropuerto de Sirte, en Libia. En la actualidad, treinta países, entre los que se hallan Nigeria, Libia y las Filipinas, tienen grupos que afirman formar parte del movimiento.
Aunque ha cambiado su nombre en siete ocasiones y ha tenido cuatro líderes, el movimiento sigue tratando a Zarqawi como su fundador, y continúa propagando la mayor parte de sus creencias originales y sus técnicas terroristas. The New York Times se refiere a él como «el Estado Islámico, también conocido como ISIS o ISIL [Estado Islámico de Irak y el Levante, por sus siglas en inglés]». Zarqawi también lo llamaba «Ejército del Levante», «Monoteísmo y Yihad», «al-Qaeda en Irak» y «Consejo Consultivo de los Muyahidines en Irak». (Un movimiento que se ha hecho famoso por su empleo del marketing raramente se ha preocupado de contar sistemáticamente con una sola denominación.) Voy a simplificar los numerosos cambios de nombre y de liderazgo y me referiré a él en todo momento como «ISIS», aunque ha evolucionado, por supuesto, durante sus quince años de existencia.
El problema, sin embargo, radica no en hacer una crónica de los éxitos del movimiento, sino en explicar cómo algo tan improbable resultó posible. Las explicaciones que se ofrecen con tanta frecuencia para su ascenso –la ira de las comunidades suníes, el apoyo logístico prestado por otros Estados y grupos, las campañas del movimiento en los medios sociales, su liderazgo, sus tácticas, su gobierno, su flujo de ingresos y su capacidad para atraer a decenas de miles de combatientes extranjeros– no consiguen acercarse siquiera a ofrecer una teoría convincente del éxito del movimiento.
El libro The Unraveling. High Hopes and Missed Opportunities in Iraq, de Emma Sky, por ejemplo, un relato hábil, matizado y con frecuencia divertido de sus años como funcionaria civil en Irak entre 2003 y 2010, ilustra la creciente ira de los suníes en Irak. Muestra cómo las políticas estadounidenses, del tipo de la desbaazificación de 2003, supusieron el comienzo de la alienación de los suníes, y cómo este sentimiento se vio exacerbado por las atrocidades cometidas por las milicias chiíes en 2006 (día tras día se dejaban tirados en las calles de Bagdad una cincuentena de cuerpos, asesinados por taladradoras que les perforaban los cráneos). Sky explica los pasos a menudo imaginativos que se dieron para recuperar la confianza de las comunidades suníes durante el levantamiento de 2007, y la marginación a que sometió una vez más a esas comunidades el primer ministro iraquí, Nouri al-Maliki, después de la retirada estadounidense en 2011, con sus órdenes de encarcelamiento para los líderes suníes, con su discriminación y su brutalidad, y con el desmantelamiento de las milicias suníes.
Pero muchos otros grupos insurgentes, muy diferentes de ISIS, parecían haberse encontrado con frecuencia en una posición mucho más fuerte para haberse convertido en los vehículos dominantes de la «ira suní». Los suníes de Irak sintieron en un principio una mínima simpatía por el culto a la muerte de Zarqawi y por la imposición de códigos sociales de la Alta Edad Media que alentaba su movimiento. La mayoría quedaron horrorizados cuando Zarqawi hizo volar el edificio de Naciones Unidas en Bagdad; cuando difundió una filmación en la que él personalmente serraba la cabeza de un civil estadounidense; o cuando destruyó con una explosión el gran santuario chií de Samarra y mató a centenares de niños iraquíes. Después de que organizara tres ataques simultáneos con bombas contra hoteles jordanos –matando a sesenta civiles que asistían a un banquete de boda–, los líderes de mayor edad de su tribu jordana y su propio hermano firmaron una carta pública en la que lo repudiaban.The Guardian no estaba más que haciéndose eco de las ideas al uso cuando puso fin al obituario de Zarqawi con estas palabras: «En última instancia, su brutalidad empañaba cualquier tipo de aura, ofrecía poco más que nihilismo y repelía a los musulmanes de todo el mundo».
Soldado del ISIS posando ante una cámara
Este tipo de grupos han echado a veces la culpa de su fracaso y su falta de éxito, y del auge de ISIS, a la falta de recursos. El Ejército Libre Sirio, por ejemplo, ha insistido desde hace mucho tiempo en que habría podido suplantar a ISIS si sus líderes hubieran recibido más dinero y más armas de países extranjeros. Y los dirigentes de Amanecer Suní en Irak defienden que perdieron el control de sus comunidades únicamente porque el Gobierno de Bagdad dejó de pagarles sus salarios. Pero no existe ninguna prueba de que ISIS recibiera inicialmente más dinero o armas que estos grupos; más bien al contrario.
El relato de Hassan Hassan y Michael Weiss sugiere que gran parte del apoyo inicial al movimiento del Estado Islámico fue limitado porque se hallaba inspirado por ideólogos que despreciaban ellos mismos a Zarqawi y a sus seguidores. El dinero de al-Qaeda que sirvió de ayuda a Zarqawi en sus comienzos en 1999, por ejemplo, era, según sus propias palabras, «una miseria en comparación con lo que al-Qaeda era capaz de desembolsar económicamente». El hecho de que no le dieran más reflejaba el horror de bin Laden ante las matanzas de chiíes perpetradas por Zarqawi (la madre de bin Laden era chií) y el desagrado que le producían sus tatuajes.
Aunque los iraníes prestaron a Zarqawi ayuda médica y un refugio seguro cuando era un fugitivo en 2002, pronto perdió sus simpatías al enviar a su propio suegro con un chaleco suicida para matar al ayatolá Mohammad Baqir al-Hakim, el representante político iraní de mayor rango en Irak, y al hacer saltar por los aires uno de los más sagrados santuarios chiíes. Y aunque el Estado islámico se ha apoyado durante más de una década en las capacidades técnicas de los baazistas y del general sufí iraquí Izzat al-Douri, que controlaba una milicia baazista clandestina tras la caída de Saddam, esta relación ha estado plagada de tensiones. (No es ningún secreto el desprecio que siente el movimiento por el sufismo, que se ha traducido en su destrucción de santuarios sufíes, o su aversión hacia todo aquello que propugnan los nacionalistas baazistas árabes laicos.)
El liderazgo de ISIS tampoco ha sido especialmente atractivo o competente, ni se ha caracterizado por sus elevados principios, aunque hay que mostrar una cierta indulgencia con la comprensible repugnancia de los biógrafos. Mary-Anne Weaver, en un artículo escrito en 2006 para The Atlantic, describe a Zarqawi como «apenas instruido», «un bravucón y un matón, un traficante y un bebedor compulsivo, e incluso, al parecer, un proxeneta». Weiss y Hassan lo llaman un «intelectual de poca monta». Jessica Stern y J. M. Berger, en ISIS. The State of Terror, escriben que este «matón convertido en terrorista» y «estudiante mediocre […] llegó a Afganistán como una nulidad». Weaver describe sus «operaciones chapuceras» en Jordania y cómo se valió de un «desdichado aspirante a colocador de bombas». Stern y Berger explican que a bin Laden y sus seguidores no les gustaba porque «eran en su mayor parte miembros de una educada elite intelectual, mientras que Zarqawi era un rufián sin apenas educación que se daba ínfulas de otra cosa».
Si los escritores tienen mucho menos que decir sobre el actual líder, al-Baghdadi, se debe a que su biografía, como admiten Weiss y Hassan, «aún planea no muy por encima del nivel del rumor o la especulación, en parte difundidos, de hecho, por propagandistas yihadistas rivales».
Weaver describe a Zarqawi como «apenas instruido», «un bravucón y un matón, un traficante, un bebedor compulsivo y un proxeneta»
El modo característico de ISIS de afrontar la insurgencia –desde ocupar territorio a combatir con ejércitos regulares– tampoco constituye una ventaja evidente. Lawrence de Arabia aconsejó que los insurgentes habían de ser como una neblina –en todas partes y en ninguna parte–, sin intentar nunca ocupar terreno o malgastar vidas en batallas contra ejércitos regulares. El presidente Mao insistió en que las guerrillas deberían ser peces que nadasen en el mar de la población local. Este tipo de opiniones son los corolarios lógicos de la «guerra asimétrica» en la que un grupo más pequeño, aparentemente más débil –como ISIS– se enfrenta a un poderoso adversario como los ejércitos estadounidense e iraquí. Esto se ve confirmado por los estudios de más de cuarenta insurgencias históricas realizados por el ejército estadounidense, que sugieren una y otra vez que ocupar territorio, librar batallas campales y alienar las sensibilidades culturales y religiosas de la población local acaba comportando consecuencias fatales.
Pero este tipo de tácticas son exactamente parte de la estrategia explícita de ISIS. Zarqawi perdió a miles de combatientes cuando trataba de hacerse con el control de Faluya en 2004. Malgastó las vidas de sus terroristas suicidas en pequeños ataques constantes y –al imponer los castigos más draconianos y los códigos sociales más oscurantistas– indignó a las comunidades suníes a las que decía representar. Los combatientes de ISIS se sienten ahora claramente atraídos por la capacidad del movimiento para controlar territorio en lugares como Mosul, tal y como confirma una entrevista en el reciente documental de la BBCMosul: Living with Islamic State, de Yalda Hakim. Pero no está claro que esta táctica –por más seductora que sea, y por más que se encuentre asociada en este momento con el éxito– se haya vuelto mucho menos arriesgada.
El comportamiento del movimiento, sin embargo, no ha pasado a ser menos temerario o tácticamente estrambótico desde la muerte de Zarqawi. Un cálculo estadounidense de Larry Schweikart apuntaba que habían muerto cuarenta mil insurgentes, alrededor de doscientos mil habían resultado heridos y veinte mil capturados antes incluso de que Estados Unidos incrementara sus ataques en 2006. En junio de 2010, el general Ray Odierno afirmó que el ochenta por ciento de los cuarenta y dos dirigentes de mayor rango del movimiento habían sido asesinados o capturados, por lo que sólo quedaban ocho en libertad (y Estados Unidos afirmó haber acabado el pasado 18 de agosto con la vida del considerado como el número dos de ISIS, Fadhil Ahmad al-Hayali). Pero tras la retirada estadounidense en 2011, en vez de reconstruir sus redes en Irak, los hombres que quedaban vivos de sus maltrechas fuerzas decidieron acometer una invasión de Siria, y se enfrentaron no sólo al régimen, sino también al bien asentado Ejército Libre Sirio. Atacaron a la facción siria del movimiento –Jabhat-al-Nusra– cuando se escindió. Encolerizaron a al-Qaeda en 2014 al matar a su emisario de mayor rango en la región. Provocaron deliberadamente que decenas de miles de milicianos chiíes se unieran a la lucha en el bando del régimen sirio y más tarde desafiaron a la Fuerza Quds (la unidad de elite de los Guardianes de la Revolución en Irán) al avanzar sobre Bagdad.
A continuación, al tiempo que se enfrentaban ya a estos nuevos enemigos, el movimiento abrió otro frente en agosto de 2014 con su ataque en Kurdistán, provocando las represalias de las tropas kurdas, que hasta entonces se habían mantenido al margen de la contienda. Decapitó al periodista estadounidense James Foley y al trabajador social británico David Haines, provocando con ello la intervención de Estados Unidos y el Reino Unido. Enfureció a Japón al exigir cientos de millones de dólares por un rehén que ya estaba muerto. Acabó 2014 organizando un ataque suicida sobre Kobane, en Siria, soportando más de seiscientos ataques aéreos estadounidenses, lo que causó miles de bajas entre los combatientes de ISIS, sin que hubieran podido conquistar nuevo territorio. Cuando, en una fecha tan reciente como el pasado mes de abril, el movimiento perdió Tikrit y parecía estar en declive, la explicación parecía evidente. Los analistas estuvieron a punto de concluir que ISIS había perdido porque era temerario, abominable, en exceso ambicioso, luchaba en demasiados frentes, carecía de un verdadero apoyo local, se mostraba incapaz de traducir el terrorismo en un programa popular y se veía inevitablemente superado por los ejércitos regulares.
Algunos analistas han centrado, por tanto, sus explicaciones no en la estrategia militar del movimiento, conducente en apariencia a la autoderrota, sino en sus cabezas rectoras y sus ingresos, su apoyo de la población y su dependencia de miles de combatientes extranjeros.Aymenn Jawad al-Tamimi, que forma parte del Foro de Oriente Próximo, ha explicado en recientes entradas de blog cómo en algunas ciudades ocupadas, como Al Raqa en Siria, el movimiento ha creado complejas estructuras de servicios civiles, haciéndose con el control incluso de los servicios de basura municipales. Describe los ingresos que obtiene de las rentas locales y los impuestos de bienes inmuebles, así como el procedente del alquiler de antiguas oficinas estatales iraquíes y sirias para negocios privados. Muestra cómo esto ha procurado a ISIS una base amplia y solvente de ingresos, que se ve complementada por el contrabando de petróleo y el robo de antigüedades, tan bien descrito por Nicolas Pelham en un reciente artículo publicado en The New York Review of Books.
El poder de ISIS se ve ahora reforzado por el impresionante arsenal que el movimiento ha hecho suyo tras la huida de los ejércitos iraquí y sirio, que incluye tanques, Humvees e importantes piezas de artillería. Informes de The New York Times, The Wall Street Journal, Reuters y Vice News durante los últimos doce meses han mostrado que muchos suníes de Irak y Siria piensan ahora que ISIS es el único garante posible del orden y la seguridad en medio de la guerra civil, y la única defensa con que cuentan contra los brutales castigos de los Gobiernos de Damasco y Bagdad.
Pero también aquí las pruebas son confusas y contradictorias. El documental de Yalda Hakim para la BBC plantea que la brutalidad descarnada es el secreto del dominio de ISIS. En su libro The Digital Caliphate, Abdel Bari Atwan, sin embargo, describe (en palabras de Malise Ruthven) una «organización bien gestionada que combina la eficacia burocrática y la experiencia militar con un sofisticado empleo de la información tecnológica». Zaid Al-Ali, en su excelente análisis de Tikrit, habla de la «incapacidad para gobernar» de ISIS y del colapso total del suministro de agua, la electricidad, los colegios y, en última instancia, de la población bajo su gobierno. Las «explicaciones» que hacen referencia a los recursos y el poder acaban resultando circulares. El hecho de que el movimiento haya podido granjearse el apoyo aparente, o la aquiescencia, de la población local, y controlar el territorio, los ingresos de los gobiernos locales, el petróleo, los monumentos históricos y las bases militares ha sido una consecuencia del éxito del movimiento y de su monopolio de la insurgencia. No es una causa del mismo.
En ISIS. The State of Terror, Stern y Berger ofrecen un fascinante análisis del empleo del vídeo y los medios sociales por parte del movimiento. Han rastreado cuentas individuales de Twitter, mostrando cómo los usuarios no dejaban de cambiar sus nombres de usuario en esta red social, se aprovechaban del Mundial de Fútbol mediante la inserción de imágenes de decapitaciones en el chat y creaban nuevas aplicaciones y bots automatizados para incrementar su número. Stern y Berger muestran que a finales de 2014 estaban activas y en línea al menos cuarenta y cinco mil cuentas favorables al movimiento, y describen cómo sus usuarios intentaban burlar a los administradores de Twitter cambiando las banderas del movimiento de sus fotos de perfil por gatitos. Pero esto suscita simplemente la cuestión de por qué la ideología y las acciones del movimiento –por grande que sea la fluidez con que se produzcan y comuniquen– se han revestido desde un principio de un atractivo popular.
Tampoco ha habido explicaciones mucho más satisfactorias de qué es lo que atrae a los veinte mil combatientes extranjeros que se han unido al movimiento. En un principio, se echó la culpa al Gobierno británico del gran número que habían llegado procedentes de Gran Bretaña por haber hecho esfuerzos insuficientes para asimilar a las comunidades de inmigrantes; luego se culpabilizó a Francia por las excesivas presiones gubernamentales en pos de la asimilación. Pero lo cierto es que estos nuevos combatientes extranjeros parecían surgir de cualesquiera sistemas políticos o económicos imaginables. Procedían de países muy pobres (Yemen y Afganistán) y de los países más ricos del mundo (Noruega y Qatar). Los analistas que han defendido que los combatientes extranjeros son creados por la exclusión social, la pobreza o la desigualdad deberían reconocer que surgen en igual medida de las democracias sociales de Escandinavia y de las monarquías (un millar de Marruecos), los Estados militares (Egipto), las democracias autoritarias (Turquía) y las democracias liberales (Canadá). No parecía importar que un gobierno hubiese liberado a miles de islamistas (Irak) o los hubiese encarcelado (Egipto), que se hubiese negado a permitir que un partido islamista ganara unas elecciones (Argelia) o permitido que fuera elegido un partido islamista. Túnez, que tuvo la transición más satisfactoria de la Primavera Árabe para la instauración de un gobierno islamista elegido democráticamente, proporcionó, sin embargo, más combatientes extranjeros que ningún otro país.
¿Por qué la ideología y las acciones del movimiento se han revestido desde un principio de un atractivo popular?
El incremento de combatientes extranjeros tampoco se produjo de resultas de algunos cambios recientes en las políticas nacionales o en el islam. Nada fundamental se había modificado en el trasfondo de la cultura o las creencias religiosas entre 2012, cuando no había prácticamente ninguno de estos combatientes extranjeros en Irak, y 2014, cuando había ya veinte mil. El único cambio es que había de repente un territorio que se encontraba disponible para atraerlos y acogerlos. Si el movimiento no se hubiera hecho con el control de Al Raqa y Mosul, muchos de estos hombres podrían haber seguido simplemente con sus vidas sometidas a diversos grados de tensión: como granjeros en Normandía o como trabajadores municipales en Cardiff. Una vez más quedamos en manos de la tautología: ISIS existe porque puede existir y ellos están allí porque están allí.
Finalmente, hace un año, parecía plausible echar buena parte de la culpa del ascenso del movimiento a la desastrosa administración de Irak por parte del anterior primer ministro iraquí al-Maliki. Pero esto ya no sirve. En el curso del último año, ha sido nombrado primer ministro un nuevo dirigente, más constructivo, moderado y más proclive a las políticas de inclusión, Haider al-Abadi; el ejército iraquí ha sido reestructurado bajo el mando de un nuevo ministro de Defensa suní; los antiguos generales han sido apartados de sus cargos; y los gobiernos extranjeros han competido para proporcionar equipamiento y formación. Unos tres mil asesores y formadores estadounidenses han aparecido en Irak. Estados Unidos, el Reino Unido y otros países han lanzado formidables ataques aéreos y han llevado a cabo una vigilancia minuciosa. La Fuerza Quds iraní, los Estados del Golfo y los peshmergas kurdos se han unido a la lucha sobre el terreno.
Por todas estas razones, se esperaba que el movimiento fuera expulsado y perdiera Mosul en 2015. En cambio, en mayo, se hizo con Palmira en Siria y –de manera casi simultánea– con Ramadi, situada a más de quinientos kilómetros en Irak. En Ramadi, trescientos combatientes de ISIS expulsaron a millares de soldados iraquíes bien entrenados y fuertemente equipados. El secretario de Defensa de Estados Unidos, Ashton Carver, observó:
Las fuerzas iraquíes simplemente no mostraron ninguna voluntad de combatir. De hecho, eran inmensamente superiores en número a sus contendientes y, aun así, no combatieron.
El movimiento controla ahora un «Estado terrorista» mucho más extenso y mucho más desarrollado que nada de lo que evocara George W. Bush en el cenit de la «guerra global contra el terrorismo». La posibilidad de que los extremistas suníes se hicieran con el control de la provincia iraquí de Anbar se utilizó luego para justificar un incremento de ciento setenta mil soldados estadounidenses y el gasto de más de cien mil millones de dólares anuales. Ahora, años después de aquello, ISIS controla no sólo Anbar, sino también Mosul y la mitad del territorio de Siria. Sus adláteres controlan amplias franjas del norte de Nigeria y zonas significativas de Libia. Cientos de miles de personas han sido asesinadas y millones se han visto desplazadas; horrores inimaginables incluso para los talibanes –entre ellos la reintroducción de la violación de menores por la fuerza y la esclavitud– han quedado legitimados. Y esta catástrofe no sólo ha disuelto las fronteras entre Siria e Irak, sino que ha dado lugar a las fuerzas que ahora luchan en la guerra subsidiaria entre Arabia Saudí e Irán en Yemen.
La prueba más clara de que no comprendemos este fenómeno es nuestra sistemática incapacidad para predecir –y aun menos controlar– estos nuevos fenómenos. ¿Quién predijo que Zarqawi crecería en fuerza después de que Estados Unidos destruyera sus campos de entrenamiento en 2001? Parecía improbable para casi todo el mundo que el movimiento lograría reagruparse con tanta rapidez después de su muerte en 2006 o, una vez más, tras el repentino auge en 2007. Ahora sabemos cada vez más cosas sobre el movimiento y sus miembros, pero esto no impidió que la mayoría de los analistas creyesen tan recientemente como hace tres meses que las derrotas en Kobane y Tikrit habían inclinado la balanza en contra del movimiento, y que era improbable que tomaran Ramadi. Hay algo que se nos está escapando.
David Haines, secuestrado por el ISIS
Parte del problema puede consistir en que los comentaristas siguen prefiriendo centrarse en explicaciones políticas, económicas y físicas, como la discriminación antisuní, la corrupción, la falta de servicios gubernamentales en los territorios conquistados y el uso de la violencia por parte de ISIS. Los ciudadanos occidentales raramente se ven obligados, por tanto, a centrarse en el apabullante atractivo ideológico de ISIS. Me quedé sorprendido cuando vi que incluso un opositor sirio de ISIS se emocionaba profundamente al ver un vídeo que mostraba cómo ISIS destruía la «frontera Sykes-Picot» entre Irak y Siria, establecida desde 1916, y cómo se veía luego la reunión de tribus divididas. Me sentí intrigado por la condena lanzada por Ahmed al-Tayeb, el gran imán de al-Azhar, uno de los más venerados clérigos suníes de todo el mundo: «Este grupo es satánico: habría que amputarles sus miembros o habría que crucificarlos». Me quedé desconcertado por la elegía de bin Laden por Zarqawi: su «historia vivirá para siempre con las historias de los nobles […]. Por más que hayamos perdido a uno de nuestros más grandes caballeros y príncipes, estamos contentos de haber encontrado un símbolo […]».
Pero la «ideología» de ISIS constituye también una explicación insuficiente. Al-Qaeda comprendía mejor que nadie la peculiar combinación de versos coránicos, nacionalismo árabe, historia de los cruzados, referencias poéticas, sentimentalismo y horror que pueden animar y mantener este tipo de movimientos. Pero incluso sus líderes pensaban que la manera concreta de Zarqawi de hacer las cosas era irracional, culturalmente inapropiada y carente de atractivo. En 2005, por ejemplo, los dirigentes de al-Qaeda enviaron mensajes aconsejando a Zarqawi que dejara de dar publicidad a los horrores que cometía. Utilizaban una jerga estratégica moderna –«más de la mitad de su batalla está librándose en el campo de batalla de los medios»– y le dijeron que la «lección» de Afganistán era que los talibanes habían perdido porque habían confiado –al igual que Zarqawi– en una base sectaria demasiado limitada. Y los dirigentes de al-Qaeda no fueron los únicos yihadistas salafistas que supusieron que el grueso de sus partidarios preferían enseñanzas religiosas a vídeos truculentos (del mismo modo que al-Tayeb daba al parecer por hecho que un movimiento islamista no quemaría vivo a un piloto árabe suní en una jaula).
Una buena parte de lo que ha hecho ISIS contradice claramente las intuiciones y los principios morales de muchos de sus partidarios. Y tenemos la sensación –gracias a las cuidadosas entrevistas de Hassan Hassan y Michael Weiss– de que sus partidarios son al menos parcialmente conscientes de esta contradicción. Una vez más, podemos enumerar los diferentes grupos externos que han prestado ayuda económica y apoyo a ISIS. Pero no hay conexiones lógicas de ideología, identidad o intereses que hubieran de unir a Irán, los talibanes y los baazistas entre sí o con ISIS. Cada caso sugiere más bien que instituciones que se hallan absolutamente divididas en el ámbito de la teología, la política y la cultura improvisan perpetuamente asociaciones de conveniencia que son letales e incluso contraproducentes.
Los pensadores, tácticos, soldados y dirigentes del movimiento que conocemos como ISIS no son grandes estrategas; sus políticas son con frecuencia caprichosas, temerarias, incluso ridículas; al margen de si su gobierno es, como algunos defienden, habilidoso, o, como insinúan otros, desastroso, no está traduciéndose en un genuino crecimiento económico o una justicia social sostenible. La teología, los principios y la ética de los dirigentes de ISIS no son ni robustos ni justificables. Nuestra pala analítica choca muy rápidamente con la piedra.
A menudo he sentido la tentación de defender que simplemente necesitamos más y mejor información. Pero esto supone infravalorar la extraña y desconcertante naturaleza de este fenómeno. Por tomar un único ejemplo, hace cinco años ni siquiera los más austeros teóricos salafistas defendían la reintroducción de la esclavitud; pero ISIS la ha impuesto en la práctica. Nada desde el triunfo de los vándalos en el norte de África romano había parecido tan repentino, incomprensible y difícil de dar la vuelta como el ascenso de ISIS. Ninguno de nuestros analistas, soldados, diplomáticos, altos cargos de inteligencia, políticos o periodistas ha alumbrado aún una explicación lo suficientemente rica –incluso a posteriori– para haber predicho el auge del movimiento.
Nos ocultamos esto con teorías y conceptos que no resisten un examen profundo. Y no vamos a remediarlo simplemente con la acumulación de más hechos. No está claro si nuestra cultura puede llegar a desarrollar el conocimiento, el rigor, la imaginación y la humildad suficientes para comprender el fenómeno de ISIS. Pero de momento deberíamos admitir que estamos no sólo horrorizados, sino anonadados.
Copyright © 2015 by The New York Review of Books
Traducción de Luis Gago
Traducción de Luis Gago
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