/ por Xan López /
En portada: The Menin Road, de Paul Nash (1918)
El neoliberalismo nace como idea en la segunda posguerra, en 1947, con la Sociedad Mont Pelerin de Hayek y Mises. Tiene su segundo nacimiento ensangrentado en el golpe de Estado de Chile, en 1973 y su big bang en 1979 (es el año del shock Volcker, el año en el que Deng comienza su mandato y el gran giro capitalista chino visitando Washington DC, el año en el que Thatcher llega al poder…). Se consolida gradualmente en la década de los ochenta, y con la caída del Muro de Berlín algunos sueñan con un imperio de mil años. El 11-S no le hace mucha mella, pero la gran crisis financiera de 2007-08 comienza a resquebrajar sus cimientos. Desde ahí, comienza a morir a la manera de Hemingway. Primero, poco a poco. Después, desde 2020, de golpe.
En términos históricos, la época de su dominio mundial es un parpadeo. Nada. Apenas treinta años. Sin embargo la transformación antropológica que ha logrado es profunda. Es ya un lugar común, fue incluso su lema extraoficial, pero volvamos a decirlo: no somos capaces de imaginar una alternativa. O no lo fuimos durante mucho tiempo. La misma idea de un cambio histórico sustantivo se volvió inconcebible, y la prueba es la avalancha de escepticismo que recibe cualquiera que anuncie que el neoliberalismo, de hecho, está muriendo. Es bastante común que los que aparentan ser más cínicos sean los mayores creyentes en la solidez eterna de las instituciones neoliberales. Esa contradicción es la esencia de nuestra subjetividad. Fukuyama, mal que nos pese, acertó de pleno en la radiografía de nuestras almas.
¿Qué vendrá después del neoliberalismo? En un texto anterior, a partir de la debacle del gobierno Truss en el Reino Unido, intenté perfilar mínimamente las fuerzas que hoy en día luchan por transformar el capitalismo mundial. La más pujante hoy en día en los países occidentales es la que llamé «mundialización socialdemócrata». No es la única fuerza, nada garantiza que se imponga. Algunos de sus enemigos son peores, pero su victoria no será necesariamente buena. De hecho, podría ser catastrófica. Creo que es la que pide con mayor urgencia un análisis cuidadoso, por dos motivos. Primero, y principalmente, porque muchos determinantes históricos duros empujan hacia algún tipo de socialdemocracia de guerra como solución política en el bloque occidental. Es una resolución probable. Segundo, porque ese cinismo paradójicamente ingenuo que antes he mencionado, muy común en la izquierda, huye por acto reflejo de cualquier cosa que pueda interpretarse como un giro progresista de la realidad. Aunque sea superficial. Basa buena parte de su identidad en ese distanciamiento del conflicto cotidiano de la realidad capitalista, lo que le condena por sistema a análisis más basados en esencias que en el conocimiento ínitimo de alguna de las partes del proceso. Como dice Thea Riofrancos, «sin duda el pesimismo nos protege del trauma psicológico que la decepción acarrea», pero también nos impide ver aperturas cruciales para la intervención política.
Una periodización relámpago de la crisis del neoliberalismo debería ser suficiente para hacernos entender la cantidad de amenazas a las que está sujeto. La gran crisis financiera aplastó el mito de la autorregulación de los mercados. Desde entonces, ya nadie duda de que la autonomía de estos depende del soporte constante y entusiasta de los Estados y sus bancos centrales. El fracaso sistemático de las soluciones de mercado a la crisis climática, y la protesta creciente ante la inacción, fueron moviendo el centro de gravedad de la solución preferida entre las élites a lo que Daniela Gabor llama «consenso de Wall Street»: el mercado no desaparece como agente e inversor fundamental, pero los Estados deben de nuevo intervenir para eliminar riesgos, identificar sectores críticos, facilitar la transformación económica verde. Más recientemente la crisis de la COVID-19 multiplica las amenazas: sentimos en nuestras carnes la fragilidad de la producción just-in-time, la deslocalización de los sectores críticos a países lejanos (¡y en algunos casos «enemigos»!). Los shocks a las cadenas de suministros obligan de nuevo a la intervención, el rescate, la planificación. Los Estados coordinan a las empresas logísticas, gastan a fondo perdido en vacunas, fijan precios, pagan los salarios de sectores económicos completos… Finalmente, la invasión de Ucrania. Sanciones económicas y financieras sin precedentes. Bloqueo de exportaciones. Por primera vez en la historia, la Organización Mundial del Comercio tiene que valorar formalmente una petición (por parte de Rusia) para suspender temporalmente las reglas del libre comercio debido a la célebre excepción del artículo XXI sobre seguridad nacional del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés). Hace pocos días los Estados Unidos imponían sanciones a China contra la importación de chips de última generación, cruciales en su industria comercial y militar. Se podrían añadir más crisis, detallar las que he mencionado. Quizás ninguna de ellas por separado supondría una amenaza existencial para el neoliberalismo. Todas ellas unidas, la célebre policrisis, certifican un fin de época.
La conclusión inmediata es que los Estados deben arrogarse cada vez más y más funciones de gestión y control de la producción económica, algunas veces de la más elemental reproducción social. No por gusto, no por inclinación política, sino como una cuestión de pura supervivencia. Un Estado que crece de esta manera necesita de un presupuesto cada vez mayor, una capacidad operativa cada vez mayor. El Estado de la policrisis es incompatible con la lógica austeritaria. Lo demuestra el derrumbe de Truss. Lo demuestran los sucesivos pliegues en la UE ante la contundencia de los hechos. Lo demuestra la existencia de un nuevo bloque social en los Estados Unidoscapaz de sacar adelante un estímulo industrial sin precedentes en la era contemporánea. A partir de esto uno podría pensar que la socialdemocracia ha vuelto, que una especie de fin de la historia a la inversa ha pulverizado el statu quo. El big-crunch de 2022 (¿del 24 de febrero de 2022?) como cierre simétrico del big-bang de 1979.
Aquí hay que hilar fino. Es innegable que esto es mejor que la fanatización suicida del proyecto neoliberal. Es innegable que el aumento en el gasto público y la dirección de la economía pueden suponer cierto respiro (N.B.: por primera vez en veinte años ha bajado el precio del transporte público en Madrid; no lo consiguió ninguna movilización interna de las clases populares, sino el rodillo del nuevo consenso occidental). Es innegable que este giro supone una apertura propicia para la intervención política. La mejor oportunidad en décadas. Cuando estemos entre quienes no entiendan esto, habrá que repetirlo. Cuando estemos entre quienes lo tengan claro, podremos hacer algunos matices.
El primer matiz es que el apellido de esta nueva socialdemocracia sería el de la guerra. En cierto sentido, claro, la socialdemocracia siempre ha sido de guerra. Nace en la forma en la que la entendemos hoy en día con el derrumbe del mundo del libre comercio bajo hegemonía británica causado por la primera guerra mundial. Es la ideología dominante en el bloque occidental ante las amenazas interiores (movimiento obrero) y exteriores (bloque socialista). Es una ideología que existe para la guerra y por la paz social. Aquí, de nuevo, en la contradicción está la esencia. Hoy en día, sin embargo, la situación no es exactamente la misma que hace varias décadas. El movimiento obrero, como tal, ya no existe. La amenaza interna esta vez es el auge de lo que se ha dado por llamar populismo de derechas. La socialdemocracia de guerra también es un intento de recomponer ciertos consensos sociales en las democracias liberales ante la supuración reaccionaria del vacío social neoliberal. Se basa en entender el desencanto y la pobreza como cuestiones de seguridad nacional. Como un frente por el que pueden atacarnos nuestros nuevos enemigos exteriores, que ya no son el viejo bloque socialista aunque sí compartan en buena medida su posición geográfica.
El segundo matiz es que la nueva socialdemocracia de guerra nace en un mundo que ya estaba completamente globalizado. Un mundo que el propio Occidente había globalizado a sangre y fuego, con la pretensión de un beneficio general (si bien desigual y combinado) al final del proceso. Branko Milanovic augura, o contempla, la vuelta del mercantilismo y los bloques comerciales y la dificultad política de ir en contra de ideologías e instituciones pensadas para garantizar esa globalización liberal. En este nuevo mundo se comparten tecnologías y cadenas de valor con aquellos con los que también se comparten valores. El off-shoring indiscriminado ha muerto, sustituido por el friend-shoring. Occidente, en conjunto, intentaría amasar sus ventajas históricas en un último gran intento de parar la rueda de la historia para quedar de nuevo en la cima. Comenzar otra guerra fría para volver a vencer en ella. Fukuyama hoy en día anima con júbilo a las tropas ucranianas para su victoria total sobre Rusia. Quizás en unos años vuelva a predecir siglos de relativo aburrimiento histórico en el imperium occidental, o quizás el fascismo, la crisis climática y las armas de destrucción masiva nos lleven a un fin mucho más oscuro.
¿Qué posición tomar? Rechazamos «los retiros idílicos que toleran la injusticia con aparente bondad». Queremos hacernos cargo de la situación. La socialdemocracia de guerra es una opción real que no puede ser ignorada. Es un intento de recomposición del centro ante la amenaza del derrumbe generalizado. Tiene una vocación, en su límite, imperial. Supone ciertas ventajas sobre el mundo del que venimos, también ventajas sustanciales sobre algunas de las alternativas contra las que compite. Nos acerca, también, a peligros gigantescos. Es, posiblemente, nuestro Leviatán Climático. No es difícil imaginar un proyecto alternativo, internacionalista; una solución global y colectiva a la concatenación de crisis que llamamos normalidad. El problema siempre está en la traducción política de la imaginación. Decía Tronti que según Marx el único problema importante es el del siguiente paso. Quizás hoy el siguiente paso sea inevitablemente el de empujar a la socialdemocracia de guerra más allá de sus límites. Entender que aquello que trae de positivo viene irremediablemente unido a aquello que trae de peligroso. Conseguir las condiciones para su superación en la lucha contra los enemigos de la doma del capitalismo, que son los enemigos de la vida.
Querríamos poder apoyar lo necesario de este socialismo de guerra: la repolitización explícita de lo cotidiano, la aceleración de la transición energética, los inicios de un tímido disciplinamiento del capital. Querríamos también poder resistir lo que tiene de peligroso: la remilitarización, la lógica de los bloques antagónicos, la subordinación sin fin ante la cuestión de Estado. Por desgracia, nunca es fácil distinguir lo necesario de lo posible, y quizás lo peligroso siempre es condición de posibilidad de lo bueno. Ahora, como siempre, seguimos condenados a tratar de identificar las fronteras entre estos mundos. Según Emilio Santiago Muíño, el único programa ecologista viable es el del «anto Green New Deal como sea necesario, tanto decrecimiento como sea posible». Recogemos su reflexión y la exageramos, como única forma de tocar la verdad terrible de nuestro tiempo: tanta socialdemocracia de guerra como sea necesaria, tanta guerra a la socialdemocracia como sea posible.
Artículo originalmente publicado en Amalgama el 31 de octubre de 2022
Xan López es miembro del think tank ecologista Contra el Diluvio.
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