Lo cierto es que tampoco entonces la contrarrevolución revolucionaria era algo nuevo. Un párrafo largo de La mente reaccionaria: el conservadurismo desde Edmund Burke hasta Donald Trump, de Corey Robin, lo explicará mejor de lo que podamos hacerlo nosotros:
«Desde que Edmund Burke inventó el conservadurismo como idea, el conservador se ha presentado a sí mismo como un hombre prudente y moderado, y a su causa como un sobrio y aleccionador reconocimiento de los límites […] Pero […] las reacciones contra las revoluciones francesa y bolchevique; la defensa de la esclavitud y de las leyes de Jim Crow; el ataque a la socialdemocracia y al estado del bienestar; y la serie de respuestas reactivas contra el New Deal, la Gran Sociedad, los derechos civiles, el feminismo y los derechos de los gais […] han sido cualquier cosa menos eso. Ya sea en Europa o en Estados Unidos, en este siglo o en los anteriores, el conservadurismo ha sido un movimiento de cambio inquieto e infatigable, partidario de la asunción de riesgos y del aventurerismo ideológico, militante en su postura y populista en su orientación, con simpatía por los que empiezan y los insurgentes, por los outsiders y los recién llegados. Aunque el teórico conservador reclama para su tradición la etiqueta de la prudencia y la moderación, una corriente contraintuitiva y no tan subterránea de arrogancia y falta de moderación atraviesa dicha tradición».
Burke fue efectivamente el primero en darse cuenta de que un enemigo tan formidable como la revolución sólo podía ser derrotado con una contrarrevolución que copiase sus tácticas, sus estructuras organizativas y sus energías. «Para destruir a ese enemigo —escribía—, de un modo u otro, la fuerza que se le oponga deberá guardar alguna analogía y similitud con la fuerza y el espíritu que ese sistema ejerce». No fue un ruego que cayera en saco roto. Como cuenta Robin, «temerosos de que los filósofos tomaran el control de la opinión popular en Francia, los teólogos reaccionarios de mediados del siglo XVIII siguieron el ejemplo de sus enemigos: dejaron de escribir abstrusas disquisiciones entre ellos y empezaron a producir propaganda católica, que se distribuía a través de las mismas redes que llevaban la ilustración al pueblo francés». Frente al mayúsculo desafío revolucionario, la contrarrevolución no consistiría en la inercia insuficiente de un orden cuya debilidad y encanallamiento había desencadenado la revolución en primer lugar, sino en un realismo de combate tan innovador en sus prácticas, repertorios y mera existencia como el proyecto revolucionario. El Nuevo Régimen inventa, alumbra, al antiguo. «Es cierto que en Francia, el Antiguo Régimen provocó la Revolución, pero en cierto sentido esta a su vez alumbró a aquél, le dio una forma, lo completó y le otorgó cierta aura dorada», escribe Svetlana Boym. Y cuando la Revolución se consolida y se convierte en un nuevo orden, los potentados defenestrados y su mundo periclitado pasan a brillar inéditamente con la aureola del martirio y la resistencia. Como escribía Christopher Dawson,
«La persecución ayuda mucho a la restauración del prestigio de la religión y sus ministros, nimbando al clero con el aura del martirio. Si resulta difícil tomarse en serio a los frívolos y bien vestidos abates del viejo régimen, sucede lo contrario con hombres como el abate Pinot, que sube al cadalso como el celebrante se acerca al altar, revestido para la misa y con las palabras Introibo ad altare Dei en sus labios. El efecto de tales cosas es justamente el contrario del pretendido por los jacobinos. Cincuenta años antes, cuando la ley requiere la conformidad religiosa y el pueblo es obligado a obtener certificados de confesión, la generación joven crece en la infidencia: pero ahora que las iglesias están cerradas y el clero refractario dice misa en secreto, poniendo en peligro su vida, la religión recobra su vigor y la nueva generación […] se vuelve al cristianismo con un entusiasmo y una convicción que en el siglo anterior sólo se encuentra en los metodistas y los moravos».
La revolución se ha vuelto orden y la contrarrevolución, disidencia. Y allá donde esta triunfe, algunos pensadores reaccionarios, como Joseph de Maistre, llegarán al extremo de alabar la Revolución francesa, o de agradecerla, como un agente involuntario de regeneración, gracias al cual la Monarquía y la Fe resurgen más fuertes que nunca, vueltas a encumbrar por peones que creyendo serlo de la Revolución lo era en realidad de la Restauración, para la que han cumplido la misión de «fundir los metales para vaciar después la estatua». La restauración lo era, no solo en el sentido de recuperación o recobro de lo extraviado, sino también de reparación y renovación, y a veces de recreación; de construcción ex novo de un edificio que no se acometía recolectando y pegando los cascotes polvorientos del demolido por la Revolución, sino tallando sillares nuevos, imitativos, en su forma, de los antiguos, pero de materiales distintos, más resistentes, más atractivos, ensamblados con técnicas también modernas, y a veces enmendando la tradición en algún aspecto esencial, pero siempre con un fin inquebrantable: una sociedad jerárquica, desigual, extractiva; que como en la Sicilia de El gatopardo, aun cuando todo cambiase, todo siguiera igual. Ser conservador no es defender unos determinados valores, ni tan siquiera unos determinados privilegios, sino la mera existencia de privilegios, privilegiados, subalternos y distinciones, los que sea. Si los que hay son amenazados, el conservador clamará por la prudencia; si son derribados, montará insurrecciones por erigir unos nuevos.
La historia, decía Mark Twain, no se repite, pero rima. Y a veces estribillea. Nuestros días vuelven a conocer, como adivinaba Muro Benaya, el desenfado a la par inquietante y fascinante de una revolución contrarrevolucionaria, de la que atruena la razón en marcha del regreso de la opresión. La hidra revolucionaria del siglo XXI es una ultraderecha que se abalanza con fe templaria al asedio del Estado del bienestar y las conquistas sociales del progresismo, y lo hace siguiendo vademécums leninistas y de la guerrilla urbana sesentayochista. Forma partidos nuevos o practica, como Donald Trump en el Partido Republicano de los Estados Unidos e Isabel Díaz Ayuso en el PP de Madrid, el entrismo en los partidos tradicionales. Y hasta en los nuevos, como los viejos neonazis que se han ido introduciendo en Vox, hartos de la marginalidad de los grupúsculos fascistas, y que en el partido de Abascal encuentran un altavoz para sus demandas y recursos para su lucha que no habían tenido nunca.
Los revolucionarios, hoy, son ellos. Hacen análisis concretos de la realidad concreta, cambian velozmente de táctica cuando una se revela fallida, dan dos pasos adelante y uno atrás, saben emitir por igual mensajes complejos y simples, son maestros de la agitprop, copian las tácticas exitosas del enemigo, guardan piezas, las sacrifican por un bien mayor, tienen la paciencia de Mao y la clarividencia de Lenin, tejen solidaridades internacionales muy fluidas, aprovechan el Parlamento mientras trabajan contra él. Ofrecen a una juventud ahíta, en la que prende como hace un siglo una fascinación nietzscheana por la temerariedad del matador de dragones, el vértigo de la rebeldía y los «puños y coraje contra la podrida sofistería burguesa» que promovía el siniestro Ramiro Ledesma, citado con cada vez más naturalidad en nuestros días y elogiado, por ejemplo, en el aclamado best seller Feria, de Ana Iris Simón. Lanzan pasquines, octavillas, manifiestos. Pero las lanzan en las grandes alamedas de este tiempo postpresencial, que no son ya las físicas, sino las digitales: memes, bulos, embustes, caricaturas que animalizan y demonizan al enemigo (Coletas rata, ha llegado a publicar en su Twitter una diputada de Vox, refiriéndose a Pablo Iglesias) y que ventean al aire libre de Facebook o Twitter, o infiltran en la capilaridad clandestina e irrastreable de WhatsApp.
Frente a esta cruzada, la respuesta de la izquierda es muchas veces de orden: una defensa pedagógica de las instituciones amenazadas y su valor que puede ser vigorosa y de tonos bélicos, acordes con la virulencia del ataque, pero en última instancia se despliegan como homilías condescendientes, que cierto espíritu de época reluctante a los sermones y los aleccionamientos rechaza y vuelve contraproducentes, y que en todo caso no inspiran la energía aventurera que hace atractivo al enemigo. Nunca nadie murió gritando «¡viva la sanidad pública!» a su pelotón de fusilamiento, aunque también luchase por ella. Sí se ha muerto siempre por la patria, la libertad o la revolución. Y las últimas elecciones madrileñas revelan hasta qué punto esa defensa sosegada del procomún puede ser derrotada por banderías inanes como una libertad de terracitas y soslayos de exparejas, cuando son ondeadas con brío de yihadista.
La historia nos cuenta también que, en la Francia revolucionaria, llegó a producirse una nueva inversión de papeles: la contrarrevolución acabó generando la réplica de una revolución nueva. Graco Babeuf pedía una «Vendée plebeya» contra un Directorio en el que jacobinos y monárquicos veían —escribe Dawson— «el gobierno de los aprovechados de la Revolución: los políticos de éxito, los nouveaux riches, los hombres que han invertido en la compra de bienes nacionales y se han enriquecido gracias a la depreciación de los assignats»; aquellos para los que —como escribirá Vandal en 1902 «en medio de una conmoción general de los negocios y transacciones, prospera un negocio inmenso, colosal, extraordinario: la propia Revolución».
Nuestro tiempo empieza a exigir su propia Vendée plebeya. La exige, desde luego, contra el Madrid convertido en la rebelión de Atlas de Ayn Rand o un gigantesco American psycho: una superliga florentiniana de millonarios de toda España atraídos por el dumping fiscal impresentable de una megaúrbe monstruosa, capital más bien latinoamericana que europea, tragona voraz de capitales que allá acuden a empadronarse falsariamente, manteniendo sus viviendas en sus agradables y descontaminadas regiones de origen, para hurtar a las UCIs, las residencias de ancianos y las escuelas hasta el último centavo que una avaricia sin freno les permita (y que tal vez luego pretendan disimular con una donación llamativa, que del diez robado por medio de la ingeniería fiscal devuelva uno, y pretenda ser aplaudida). Nada hay que pudra tanto este país en descomposición como ese secesionismo no proyectado ni deseado, sino ya consumado; un colonialismo interior que hace a Madrid próspera, de una prosperidad que por goteo neoliberal llega a beneficiar a capas medias y trabajadoras (y a explicar el tirón de Ayuso), a costa de vaciar un hinterland de quinientos mil metros cuadrados y cincuenta millones de habitantes. E incluso uno mayor, si sumamos a la fuga de capitales a infames tíos Gilito latinoamericanos, cómplices de genocidios y latrocinios sin cuento, que han convertido Madrid en un Miami total, gusanera de gusaneras, huidas de países en los que una plebe empoderada ha dicho basta, y que convocan el recuerdo del albergue generoso que la capital de España fue un día para fugitivos fascistas como Léon Degrelle, Horia Sima o Ante Pavelić.
Hace falta una agitprop tan resolutiva como la adversaria. Una no embustera, porque nobleza obliga, y los paladines de la emancipación deben ser mejores que sus antagonistas, pero sí ruda, sin remilgos ni elegancias de catedrático de metafísica, que desencadene su propia guerra de guerrillas cibernética sin cuartel, poniendo sus vietnamitas de silicio, no a fotocopiar tratados de Kant, ni amables carteles de partido verde alemán, ni meritorias didácticas audiovisuales sobre el funcionamiento del capitalismo, sino memes y eslóganes que demonicen al rico insolidario, al cayetano, al borjamari; que hurguen como proponía Gramsci entre los estratos dispares del sentido común del pueblo en busca de rescoldos palpitantes de conciencia de clase, y de la plutocracia hispana ridiculicen sus vanaglorias de triunfadores del emprendedurismo y la presenten como un sindicato de rateros horteras y grotescos, bastardeados por la endogamia, herederos de familias que apandaron sus fortunas al calor del franquismo y del trabajo esclavo, como el imprescindible Antonio Maestre muestra en Franquismo S. A., un libro que debiera ser de texto. El éxito viral de un eléctrico mitin de Errejón en Madrid («tu jefe siempre vota») es un indicio del éxito posible del sendero de avivar la rabia de los subalternos contra los privilegiados.
El desmoralizado cuarto estado de nuestros días debe echar a rodar una imaginación plebeya como la que Miguel Martínez caracteriza maravillosamente en su reciente Comuneros: el rayo y la semilla (1520-1521), donde rastrea las entretelas, sobreentendidos y mensajes entre líneas de las crónicas comuneras que llegaron hasta nosotros —las de carácter despreciativo escritas por los enemigos de Padilla, Bravo y Maldonado— para demostrar que, contra la interpretación tradicional, aquello fue, o más bien contuvo, una revolución republicana con todas las de la ley, aunque enarbolase a veces el lenguaje de la obediencia y se presentase como defensa del statu quo frente a la ventolera de transformaciones indeseables que Carlos V traía a Castilla. Los comuneros proclamaban que «el bien común es mejor e vale más que el privado», que «todo rico o es injusto o heredero de injusto», e incendiaron el reino durante meses para horror de cortesanos que no veían «gobierno más temerario y sin fundamento de justicia y razón que ver entregado el gobernalle de los reinos a tundidores, pellejeros, latoneros, curtidores, lecheros y molineros». Lo hicieron con pasquines impresos en imprentas rudimentarias, con coplas de ciego, con profecías milenaristas, proverbios, chistes, rumores, oraciones, rituales, himnos, rumores subterráneos, humoradas carnavalescas, metáforas de lobos y corderos y mundos al revés, erguidos contra un tiempo que Claudio Sánchez Albornoz consideraba caracterizado por lo que llamaba «la ventosa señorial», y Juan Ignacio Gutiérrez Nieto, «la voracidad tentacular de la nobleza», glotona apropiación de rentas y territorios. No de la rebelión comunera, sino de las germanías de Valencia, coetánea y similar, un cronista contará, ilustrando la ilusión popular por un mundo sin desigualdades, que
«No había señor ni caballero que anduviese por la ciudad a quien no baldonasen y escarneciesen los agermanados, y llegó a tanto, que estando la mujer de un sombrerero en su casa en la plaza de Santa Catalina aderezando un sombrero con unos hijuelos suyos, pasando por allí unos caballeros, la madre dijo a los hijos que mirasen aquella gente que pasaba; y preguntando los muchachos a la madre que por qué les decía que los mirasen, ella les dijo: «Porque cuando seáis grandes podáis decir que vistes los caballeros». Dijo esto la mujer, porque la gente común tenía pensamientos de consumir la nobleza del reino todo, sin que quedase rastro della».
Hay esperanza, puede haberla para nosotros, si una izquierda demasiado aficionada a una cultura martirial que la paraliza se desprende de traumas, veneraciones polvorientas, fraseologías gastadas, antiguos testamentos paralíticos y algunos escrúpulos y decide bajar al barro de la gran batalla de nuestro tiempo; si, en lugar de entregarse a la saturnal destructiva de las guerras internas y las acusaciones mutuas, comienza a ejercitar la fraternidad auténtica, que es aquella que se ejerce con quien no nos cae bien, pero de quien sabemos que, codo a codo en la misma trinchera, su vida depende de la nuestra, y la nuestra de la suya; si arma con rostros frescos y una nueva política verdadera un frente de liberales honestos, socialdemócratas, anarquistas, feministas y comunistas no mentalmente abducidos por el pensamiento reaccionario.
Podrá haber entonces, como escribía Gamoneda y cita Martínez, «vértigo y luz en las arterias del relámpago, fuego, semillas y una germinación desesperada».
Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, Neville, Crítica.cl, La Soga, Nortes y LaU; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. Ha publicado los libros Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’ (2017) y La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista (2019).
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