La emergencia climática y la intervención humana precipitan al gigante verde a un punto de no retorno. La ausencia de políticas coordinadas y la visión de la macrocuenca como tierra colonizable determinan, por encima de las prácticas de cada Estado, el futuro de un enclave estratégico para la biodiversidad y la supervivencia.
Pero así es la Amazonia, capaz de convertir su estado de salud en un asunto de máxima preocupación internacional. Una macrocuenca de unos 7,8 millones de kilómetros cuadrados en la parte septentrional de América del Sur que sabe que la cantidad de oxígeno y de biodiversidad que sea capaz de albergar diferenciará la supervivencia de la extinción, la vida de la muerte.
Más de 34 millones de personas, incluyendo 385 pueblos indígenas además de un centenar de grupos en aislamiento voluntario, repartidas administrativamente entre ocho países más uno: Brasil (abarca el 60,3% aproximado de la extensión amazónica), Perú (11,3%), Colombia (6,9%), Bolivia (6,8%), Venezuela (6,7%), Guyana (3,0%), Surinam (2,1%) y Ecuador (1,4%), además de la Guayana Francesa (1,1%). Cifras todas ellas en clara tendencia a la baja pues, como revelan los datos de la plataforma MapBiomas Amazonia de la RAISG (Red Amazónica de Información Socioambiental Georreferenciada), solo entre 2000 y 2017 el enclave perdió una extensión de 29,5 millones de hectáreas, es decir, una devastación equivalente al tamaño de Ecuador. La Amazonia. Solo la Amazonia y, sin embargo, la vida.
Y es que, la cuenca del Amazonas alberga cerca de la mitad de la biodiversidad del planeta y es la pieza clave para soportar el equilibrio ecosistémico tanto local como global. Es la Amazonia lo que sostiene la vida, aunque las crónicas de sus vaivenes siempre se conjuguen en negativo. Como sucedió en el verano de 2019, cuando el exponencial incremento de los incendios expuso al Amazonas a las portadas. Pero la emergencia climática y sobre todo, recuerda el Instituto de Investigación Ambiental de la Amazonia (IPAM), la intervención humana están acercando al gigante verde a un laberinto sin salida, a un punto de no retorno. «La Amazonia ha visto nuestro futuro», titula el diario The New York Times su reciente especial.
Las principales amenazas revisten solera: las concesiones mineras, el aumento de las represas hidroeléctricas, la construcción de enormes carreteras, la expansión de la agricultura intensiva, la deforestación y los constantes cambios legislativos a la hora de gestionar las áreas protegidas. Las recogía con detalle en 2016 el informe de WWF Living Amazon y la pandemia del coronavirus no ha hecho más que azuzarlas: “Muchos países, como Ecuador, intensifican aún más la economía extractiva para tratar de recuperarse lo más rápidamente posible tras las pérdidas y las crisis”, incide Carmen Josse, directora de la fundación ecuatoriana EcoCiencia, perteneciente a la RAISG. Igual de consternada se muestra la directora de la boliviana Fundación Amigos de la Naturaleza (FAN), Natalia Calderón: “Nos preocupa mucho que toda la política económica de reactivación de las economías postpandemia esté enfocada en dar créditos a los grandes agropecuarios”.
La importancia de una acción integral
Tras la pertinente introducción, este análisis debería escribirse saltando de país a país, repasando sus principales políticas y acciones, sus buenas y malas prácticas. Pero lo cierto es que todas las fuentes consultadas coinciden en el principal diagnóstico y posterior remedio para la progresiva desaparición de la macrocuenca: la ausencia de una visión transversal, más allá incluso de las fronteras suramericanas. “Insistimos mucho en esa visión integral. Muchas veces los Estados no quieren ver disminuida su soberanía y es comprensible, pero eso no quita la necesidad de que haya mucha más coordinación, pues hablamos de un mundo integrado”, explica Josse.
Son varias las iniciativas en este sentido, pero la historia ha demostrado una y otra vez las limitaciones de cada una de ellas. El ejemplo paradigmático es el de la Organización del Tratado de Cooperación Amazónica (OTCA), nacido en 1995 a raíz del Tratado de Cooperación Amazónica (TCA) de 1978. En la teoría, un acercamiento de los ocho países amazónicos para preservar el medio ambiente y abogar por un uso racional de sus recursos. En la práctica, un acuerdo esencialmente técnico en el que “ha seguido primando la visión de que lo primero que hay que garantizar es la soberanía de cada país. No veo que se haya avanzado mucho”, argumenta Josse, quien exige “probar pactos y políticas que aprendan de lo que no funcionó. Y también hablamos de otros actores que no están siquiera en la región, pero que tienen unas decisiones muy importantes que tomar”.
Son varios los proyectos cuya dimensión existencial se reduce al papel y la tinta, como el Corredor Triple A, también conocido como el Corredor de la Anaconda, un pasillo verde de 200 millones de hectáreas que, a modo de área protegida, uniría el océano Atlántico con los Andes a través de ocho países suramericanos. «La última locura para salvar la Amazonia«, tituló hace tres años el periódico colombiano El Espectador, si bien la iniciativa se remonta al menos tres décadas. Pero ahí sigue, únicamente vivo en corazones como el del fundador de la ONG colombiana Fundación Gaia Amazonas, Martin von Hildebrand, su principal valedor en la actualidad.
Desde finales de 2019 las esperanzas están puestas en las 16 cláusulas del Pacto de Leticia, firmado por siete países amazónicos (Venezuela no fue invitada a la propuesta). “El Pacto de Leticia es un paso, bien chiquito, para empezar a discutir de manera integral. Lo que está sucediendo con las cuencas transfronterizas no puede ser acotado con la mirada miope de un solo país. Y lo mismo sucede con los incendios. La Amazonia tiene que ser visualizada, pensada y planificada de manera integral. Hay que trascender los límites de los países”, corrobora la directora de FAN, también perteneciente a la RAISG.
Por cierto, esta transversalidad va más allá también de la geopolítica. Muestra de ello son las propias informaciones que se generan en torno a la región, la mayor parte de las veces encerradas entre las fronteras administrativas de los países. El propio Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) denuncia, en informes como «La Amazonía y la Agenda 2030«, esa “falta de información de la región amazónica en su conjunto”. Precisamente dicha visión panorámica es lo que ofrece desde 2012 el proyecto InfoAmazônia, que ha convertido los análisis visuales a través de datos y mapas en su punta de lanza. El reportero brasileño Gustavo Faleiros lidera esta red: “La Amazonia está conectada con el mundo desde hace mucho tiempo, son siglos de conexión. De ella depende la sostenibilidad y la posibilidad de una alternativa de vida”, subraya para argumentar las razones de su apuesta informativa.
Ni izquierdas ni derechas
La segunda lección en la que coinciden las fuentes consultadas es que los retos y desafíos que afronta hoy el gigante verde no pueden analizarse como una cuestión ideológica de derechas o izquierdas. “Debemos trascender esa discusión porque no nos lleva a nada. Las cosas pueden hacerse pésimamente, tanto desde las izquierdas como desde las derechas. Lo hemos visto innumerables veces”, resume la directora de EcoCiencia. Una opinión en la que coincide su homóloga en FAN, quien convierte esa cuestión bipolar en una casuística triple en la que entran en juego la voluntad política, la presión pública y, “sobre todo” -enfatiza-, el poder económico. Pone como ejemplo a su país, Bolivia, que “cuando más ha declarado áreas protegidas ha sido bajo gobiernos de derecha, pero también cuando más tasas de deforestación ha habido”.
Una visión planea por encima de la dicotomía derechas-izquierdas y es la de contemplar la macrocuenca como la enésima tierra colonizable, como otra fuente más de recursos listos para ser extraídos. “La incidencia de la estructura del sistema es mucho mayor que la de cualquier gobierno. Siempre existió esa visión de ocupación de la Amazonia como si fuera una colonia. Y ahí surge el problema de cuáles son los intereses que deben considerarse, por ejemplo, a la hora de crear áreas protegidas para los indígenas”, argumenta Faleiros.
Ninguna de las fuentes consultadas se atreve, de hecho, a poner a un solo de los países amazónicos como modelo a seguir. Prefieren hablar de momentos históricos ligados de una u otra forma a esa voluntad política y a esa presión pública de las que habla Calderón. En ese sentido, positivamente puede señalarse a Brasil entre 2005 y 2009, que venía de unas tasas de deforestación muy altas y que consiguió detener mediante políticas activas (en buena medida, por el empuje de Marina Silva al frente del Ministerio de Medio Ambiente) e inversiones varias (desde los programas propuestos por las agencias de Naciones Unidas, como los REDD+, hasta el respaldo de los bancos multilaterales). Iniciativas directas y una financiación internacional fuerte, dos condicionantes en cuya importancia también coinciden Josse y Calderón.
No solo Brasil
La Amazonia no puede resumirse en un solo país, pero lo cierto es que las menciones a Brasil son recurrentes, pues se trata de su principal administrador. Un ejemplo para lo bueno y también para lo malo, como a partir de la llegada al poder de Jair Bolsonaro, con quien “es evidente que ha habido un retroceso en aquellos avances que había tenido el país”, matiza la directora de FAN. Pero el tamaño de Brasil no puede ensombrecer el hecho de que la identidad del resto de Estados es amazónica.
Y también se puede recurrir a las cifras para corroborarlo: más del 40% de Bolivia, Colombia y Ecuador son tierras amazónicas, un porcentaje que en Venezuela se eleva al 51%, al 61% en Perú y que se sitúa por encima del 90% en Guyana, Surinam y también en la Guayana Francesa. Pese a ello, se lamenta Josse, “no tenemos apenas políticas públicas relacionadas con la Amazonia. Y nosotros mismos no somos vistos tampoco como países amazónicos”.
Brasil y también Bolivia han vuelto a disparar sus tasas de deforestación (Faleiros habla de “destrucción organizada”), mientras por otro lado mejoran en el manejo forestal sostenible; Colombia continúa con graves problemas de ilegalidad y de violencia en relación a los usos del suelo; en Ecuador existen iniciativas bioeconómicas con el cacao, lo mismo que sucede en Bolivia con el asaí y en Brasil con la castaña; la minería, tanto legal como ilegal, aumenta en casi todos los rincones. Todos han avanzado “sustancialmente” -puntualiza Calderón- en la declaración de áreas protegidas y territorios indígenas, un aspecto fundamental pues, según los datos que maneja la RAISG, más del 85% de la deforestación que se produce en la Amazonia tiene lugar fuera de estos territorios. Y la “importancia de los movimientos sociales es muy grande, sean o no indígenas, urbanos o rurales”, aclara Faleiros, que recuerda acto seguido a las personas asesinadas por su resistencia: “La propia existencia se está asfixiando”. Pasos adelante y atrás de un gigante verde sobre cuyos lomos se sujeta la vida y que deambula a un ritmo descoordinado.
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