En la URSS los niños eran privilegiados, nunca vi que pidieran limosna, en los conjuntos de departamentos había casitas de muñecas y canchas que en invierno las máquinas cubrían de hielo para que patinaran, recibían clases de piano o violín y pasaban dos meses de vacaciones en campamentos.
Los cuidaban sus abuelas que, desde recién nacidos y sin importar las temperaturas bajo cero, los sacaban en sus cochecitos a tomar aire y sol; les enseñaban a caminar agarrándolos por las gruesas bufandas y a deslizarse en trineos sobre la nieve y en verano, engarzaban en los parques margaritas para coronar a las niñas.
El circo y las caricaturas eran fantásticos y el programa de televisión Spakoina Nochi Malchic, (tranquila noche chicos) les leía diariamente un cuento y al terminar «El Arenero» les cerraba los ojos con música clásica, mientras caían arenitas en los párpados de un muñeco.
No era permitido sacarlos del país ni darlos en adopción a extranjeros.
El aborto era legal, pero en las clínicas había carteles explicando las inconveniencias morales de hacerlo; si la muchacha insistía, se le practicaba y estampaban en su carnet, un sello con la palabra «abortó».
También era mal vista la infidelidad.
El corresponsal colombiano de Radio Caracol se casó con una rusa mal encarada y mandona, con la que tuvo dos hijos y de la que se separó cuando conoció a Beatriz, una ucraniana bonita y cariñosa.
La esposa la acusó en su trabajo y la despidieron y los hijos y vecinos pintaron flechas desde la estación del Metro hasta su departamento, con la leyenda «aquí vive una puta».
Las relaciones sexuales entre solteros eran usuales, pero los hoteles no admitían parejas sin certificado de matrimonio.
Muchos estudiantes latinoamericanos de la universidad Patricio Lumumba y la escuela de cuadros, donde aprendían marxismo, quedaban rendidos ante esas güeras altas y obsequiosas.
Y también, algunos turistas; un regiomontano dueño de farmacias Benavides, enloqueció de amor por su guía que le siguió la corriente pensando era broma, pero cuando regresó con dinero para pagar lo que el Estado soviético había gastado en su educación, requisito para irse de la URSS, se escondió.
Casarse con un extranjero era difícil y más siendo hija de un general como Natasha, preciosa siberiana de espesa trenza sobre la espalda, que trabajaba como traductora de las delegaciones de alto nivel, bolshoi chelaviec, de «partidos hermanos».
Atendiendo a la del Partido Comunista Hondureño, conoció al hijo del secretario general que la pidió en matrimonio; su familia y el gobierno resistieron meses y finalmente dieron el consentimiento.
Natasha estaba feliz, quería «conocer mundo» y le encantaban los plátanos y el novio le prometió que en San Pedro Sula comería todos los que quisiera, sin hacer cola.
Estuve en su boda civil celebrada en una capilla estatal, donde les leyeron algo parecido a la encíclica de San Pablo sobre deberes y obligaciones matrimoniales.
Dos meses después, volvió a Moscú marchita por las pesadumbres vividas.
El vuelo de ida hizo escala en la Ciudad de México y el boleto incluía una noche en el Hotel Reforma; salieron a pasear y le llovieron piropos que como en la URSS no se acostumbraban, Natasha contestó sonriendo.
El marido la cacheteó y algunos mirones queriendo defenderla, los siguieron al hotel; hasta el gerente tuvo que intervenir.
En San Pedro Sula, su blanco vestido quedó hecho un asco porque las calles entre el templo y la casa de su nueva familia, no estaban pavimentadas.
A la suegra le cayó pésimo la nuera rusa y mientras el hijo se emborrachaba y besaba en la cocina a su antigua noviecita, la señora se la ponía de ejemplo «ella es pudorosa, tú no; ella es católica, tú no…».
El secretario general pasaba furioso por lo mal que lo dejaban frente al hermano mayor y como las cosas empeoraban, habló a Moscú y mandaron pasaje para regresarla.