LOS HUNOS Y LOS HOTROS: LA IZQUIERDA QUE NO DEBERÍA GOBERNAR
LOS HUNOS Y LOS HOTROS: LA IZQUIERDA QUE NO DEBERÍA GOBERNAR
Hay algo peor que equivocarse. Darse cuenta y no rectificar. Unamuno apoyó la rebelión militar de 1936, pero cuando descubrió que los sublevados encarcelaban, fusilaban y torturaban, su adhesión se convirtió en arrepentimiento y repugnancia moral. El 12 de octubre de 1936 se celebró en el paraninfo de la Universidad de Salamanca el acto de apertura del curso académico que coincidía con la Fiesta de la Raza. Unamuno asiste al acto como ponente. Está profundamente consternado, pues las tropas franquistas han fusilado o recluido a sus amigos íntimos, que en muchos casos son socialistas, masones, liberales o protestantes. Se ha entrevistado con Franco, pidiendo que cese la represión, pero no ha conseguido nada. Cuando le llega el turno de hablar, se produce un silencio expectante. Los oradores que le han precedido han pedido que se extermine sin contemplaciones a rojos y separatistas para crear una nueva y gloriosa España. Unamuno se pone en pie y habla sin miedo: “Estáis esperando mis palabras. Me conocéis bien, y sabéis que soy incapaz de permanecer en silencio. A veces, quedarse callado equivale a mentir, porque el silencio puede ser interpretado como aquiescencia. […] Vencer no es convencer, y hay que convencer, sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión”. Millán Astray le interrumpe y grita: “¡Viva la muerte!”. Sin dejarse intimidar, Unamuno contesta: “Acabo de oír el necrófilo e insensato grito ¡Viva la muerte! Esto me suena lo mismo que ¡Muera la vida! Y yo, que he pasado mi vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos que no las comprendían he de deciros, como experto en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente”. Millán-Astray replicó, con la cara desencajada: “¡Muera la intelectualidad traidora!”. Y repitió: “¡Viva la muerte!”. Sin perder la calma, Unamuno lanzó su última y contundente objeción: “Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis, porque para convencer hay que persuadir. Y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón”. Legionarios y falangistas insultaron a Unamuno. Algunos se llevaron las manos a las cartucheras, con la intención de sacar la pistola. Solo la presencia de José María Pemán y Carmen Polo, que entendieron la necesidad de salvar al escritor para no dañar la imagen de los sublevados, evitó que se produjera una tragedia. Unamuno murió el 31 de diciembre de 1936, soportando un discreto arresto domiciliario, mientras le acusaban de traidor, liberal y masón. Cuando le entrevistan por última vez, declara: “No soy fascista ni bolchevique. Soy un solitario”. En una carta dirigida a un amigo, escribe: “La barbarie es unánime. Es el régimen de terror por las dos partes. España está asustada de sí misma, horrorizada. Ha brotado la lepra católica y anticatólica. Aúllan y piden sangre los hunos y los hotros”. Al conocer la noticia de su muerte, Antonio Machado comentó: “Señalemos hoy que Unamuno ha muerto repentinamente, como el que muere en guerra. ¿Contra quién? Quizá contra sí mismo; acaso también, aunque muchos no lo crean, contra los hombres que han vendido a España y traicionado a su pueblo. ¿Contra el pueblo mismo? No lo he creído nunca y no lo creeré jamás”.
Unamuno repetía a menudo: “Llevo ya más de cuarenta años de escritor y a veces me olvido de lo que dije, y otras me contradigo y repito. Eso es lo humano…”. No pretendo compararme con Unamuno, pero yo también estoy en guerra conmigo mismo e incurro en contradicciones. De hecho, creo que esa tensión es el signo de un pensamiento vivo, libre y sin otra inquietud que hallar la verdad. Y la verdad es que me repugna de la violencia de los hunos y los hotros y sabía que mi artículo “Por qué ya no soy de extrema izquierda” provocaría una cascada de insultos y descalificaciones. De nuevo, utilizan mi bipolaridad para cuestionar mis opiniones o, más exactamente, para menospreciarme como ser humano. No voy a molestarme en responder a esas insidias, pues el que esgrime esos argumentos solo acredita sus insuficiencias como ser humano. Creo que la izquierda radical –donde se incluye ETA y su entorno- no es una izquierda democrática, sino un conglomerado de descerebrados, con un discurso raquítico y un apego enfermizo a la violencia. Si alguien quiere saber cómo sería un futuro gobernado por “valientes gudaris” y raperos bocazas que exaltan el tiro en la nuca, puede recordar el atentado de Hipercor el 19 de junio de 1987, cuando una bola de fuego, con efectos similares al napalm, carbonizó a decenas de personas, con temperaturas de 3.000 grados centígrados. Los que no perdieron la vida de ese modo, murieron asfixiados. Algunos dirán que se avisó con media hora y que el verdadero responsable es el Estado español y sus fuerzas de seguridad. Me parece un razonamiento tan hipócrita como el de Israel, que invita a las familias de Gaza a abandonar sus casas con llamadas telefónicas, correos electrónicos o pasquines. El Estado español actuó con negligencia, pero la bomba la puso ETA, escogiendo un centro comercial en hora punta. Me pregunto qué diferencia hay entre una niña vietnamita abrasada con napalm y un niño catalán abrasado por un artefacto incendiario. Me pregunto también qué diferencia hay entre un soldado del Viet Cong ejecutado con un disparo en la cabeza y un desertor, bandido o presunto esbirro de Batista ejecutado por el Che en Sierra Maestra. El Viet Cong luchaba contra la ocupación extranjera, pero también cometió horrendos crímenes de guerra. En cualquier caso, no se trata de qué habían hecho los ejecutados sumariamente, sino de que la pena de muerte es inmoral, degradante e inhumana. Además, ninguno disfrutó de un juicio justo, con unas mínimas garantías procesales. En el caso de Cuba, no hablo de un pasado remoto, sino de 2003, cuando se fusiló a tres jóvenes por secuestrar una lancha, tomar rehenes e intentar llegar a la costa norteamericana. La detención se produjo el día 2 de abril, el 8 se celebró el juicio y el 11 se ejecutó la sentencia, sin avisar a los familiares para que pudieran despedirse. Se incumplió incluso la ley cubana, que no contempla la pena de muerte para estos casos. Entre los rehenes, había turistas extranjeros y la Cuba socialista y revolucionaria quería demostrar que protegía a una de sus principales fuentes de ingresos. Sin asomo de arrepentimiento, Raúl Castro justificó la pena capital en la primera Cumbre Celac en Santiago de Chile, que se celebró en 2013: “Nuestras leyes permiten la pena de muerte. Está suspendida, pero ahí está de reserva, porque una vez la suspendimos y lo único que hicimos con ello fue estimular las agresiones y los sabotajes contra mi país”. En sus memorias, Barack Obama reconoce que la pena de muerte no reduce el número de asesinatos, pero entiende que es necesaria porque hay crímenes “tan odiosos que van más allá de lo tolerable, hasta el punto de que la comunidad se ve justificada a expresar la plena medida de su indignación imponiendo la máxima pena”. Ambas declaraciones me parecen inaceptables y, en el caso de los tres cubanos fusilados en 2003, que no hirieron ni mataron a nadie, no se puede hablar de sabotaje, sino de un delito común instigado por la prohibición de viajar al exterior, que no se levantó hasta 2013.
Ya he comentado en otras ocasiones los crímenes de Stalin (la hambruna en Ucrania, la Gran Purga, las fosas de Katyn, las deportaciones masivas), señalando que el revisionismo del historiador belga Ludo Martens carece de rigor documental y argumentativo, pero ahora deseo señalar que la violencia constituyó la seña de identidad de los bolcheviques desde la primera hora, como denunció Rosa Luxemburgo, profetizando la transformación de Rusia en un Estado totalitario tan represivo como la dictadura zarista. Con el pretexto de combatir a las fuerzas contrarrevolucionarias, los bolcheviques lograron por la fuerza lo que no habían conseguido por las urnas, pues en las elecciones de la Asamblea Constituyente celebrada poco después de la Revolución de Octubre obtuvieron menos de un cuarto de los votos. El 8 de agosto de 1918 Vladimir Illich Lenin escribe a uno de sus colaboradores: “Debemos ejercer todo esfuerzo posible para que tres dictadores (Fedorov, Markin, etc.) de manera inmediata introduzcan el terror de las masas, disparen y eliminen a centenares de prostitutas, soldados borrachos, antiguos oficiales, etc. No se puede perder un minuto”. El 3 de septiembreIvezstia publica un “Llamamiento a la clase obrera”: “Aplastad la hidra de la contrarrevolución con el terror masivo. Cualquiera que se atreva a difundir el rumor más leve contra el régimen soviético será detenido de inmediato y enviado a un campo de concentración”. Según el periódico Checa Semanal, que publicó un sumario oficial de personas ejecutadas, solo en los dos primeros meses del “terror de masas” se fusiló a 15.000 personas. Es posible que los datos se falsearan e incrementaran para intimidar, pero está claro que matar al adversario ideológico no constituía un problema. Entre las víctimas había muchos campesinos que desertaban del Ejército Rojo, pues habían sido reclutados a la fuerza, imitando a las levas zaristas. En esa misma época, se produjeron muchas huelgas en las fábricas, solicitando salarios dignos, libertad de prensa y elecciones libres. La Checa, cumpliendo órdenes de Lenin, reprimió las protestas, con fusilamientos y encarcelamientos masivos. La Unión Soviética prohibió el derecho de huelga, equiparándolo con el sabotaje. La dictadura del proletariado se convirtió, pues, en la dictadura de un partido único. Se tiende a sostener que Stalin, creador del marxismo-leninismo como doctrina revolucionaria, constituye una aberración, una desviación del comunismo en sus planteamientos originarios. Desgraciadamente, no es así. Suele olvidarse que Marx era discípulo de Hegel, según el cual la historia sería un libro en blanco sin la necesaria y enriquecedora intervención de la guerra. En El capital, Marx afirma que “la violencia es la comadrona de toda sociedad vieja que lleva en sus entrañas otra nueva”. En el Manifiesto comunista, apunta que “el poder político, hablando propiamente es la violencia organizada de una clase para la opresión de la otra”. El objetivo no es acabar con violencia, sino reemplazar la dictadura de la burguesía por la dictadura de la clase obrera o, más exactamente, por la dictadura del partido comunista. Para Marx, el ser humano era material fungible. De hecho, se refiere a sus enemigos como “no aptos para un mundo nuevo” y, en consecuencia, sugiere que “deben perecer”. En definitiva, se deshumaniza al adversario para justificar purgas, masacres y un Estado autoritario. No creo que de ahí salga nada humano ni utópico.
En mi opinión, la izquierda que no debe gobernar es esa izquierda embriagada con fantasías jacobinas y con una cultura política paupérrima, abastecida de mitos y falacias. Esa izquierda no debe gobernar porque celebra y enaltece la violencia. Es incapaz de mostrar la más mínima empatía hacia sus contrincantes reales o imaginarios y hostiga a sus detractores, con instinto homicida. Reitero que no aprecio muchas diferencias entre nazis, bolcheviques y… abertzales. Los tres grupos han aplicado políticas de limpieza ideológica, asesinado a los que no compartían su interpretación del hombre y la historia. No son rumores, sino hechos fácilmente contrastables. El que algunos de mis antiguos lectores me insulten y me llamen traidor solo demuestra su talante agresivo, intolerante y militarista. Algunas personas han intentado desautorizarme con alusiones personales sobre mi situación económica y mi trayectoria vital. No pienso proporcionales la satisfacción de hablar sobre cuestiones estrictamente personales. Si les apetece, pueden fantasear con que ceno en el Hotel Palace y desayuno en el Ritz. Otros han vuelto a sacar a relucir mis fotos con pistolas de plástico, repitiendo la confusión del público de la tragedia griega, incapaz de discernir entre realidad y ficción. En más de una ocasión, Esquilo, Sófocles y Eurípides tuvieron que invadir la escena, pidiendo que no se linchara a los actores encargados de representar a los villanos. Parece que no hemos avanzado mucho desde entonces. Me han dicho que “manchaba” al País Vasco, indicando que residía en él. Es cierto que no vivo en el Norte. Simplemente, mi página se abrió allí. Ya está corregido y, después de escuchar los exabruptos de los herederos ideológicos del cura Santa Cruz, celebro no vivir en ese nido de intolerancia, pero quiero decirles que lo único que mancha al País Vasco es la violencia de ETA y la de sus conmilitones. Se habla de la tortura y los malos tratos cometidos por las Fuerzas de Seguridad del Estado, que yo siempre he aireado y condenado, pero tal vez la convivencia se habría normalizado sin la dinámica acción-represión que desataron en 1968 un grupo de estudiantes universitarios vascos, convencidos de que Euskadi era Vietnam o Argelia. No creo que ETA haya luchado por la “liberación de Euskal Herria”, sino por la exaltación provinciana de lo vasco, reciclando el sentimiento nacionalista con una retórica revolucionaria. Creo que los gudaris de ETA se parecen al cura Santa Cruz, cruel, bárbaro, histérico y fanatizado por la convicción de su misión providencial. Por último, casi nadie me ha rebatido con argumentos. Simplemente, me han lanzado escupitajos y los escupitajos, aunque desagradables, no dejan huella, pues se limpian y se olvidan. Adiós, por tanto, al radicalismo. Bienvenida sea la convivencia, la paz, el sentido común y, sobre todo, la vida.
RAFAEL NARBONA